miércoles, 14 de mayo de 2014

2. Serpientes de Fuego

11
-¡Arriba todos! –dice Rostam al alba-. Nos espera una caminata intensa si queremos llegar pronto al pueblo de Tafari.

Kayra abre los ojos y disfruta de esos breves momentos tras el despertar en los que inconscientemente se borra todo recuerdo cercano. Finalmente, cuando recupera la memoria y le invade el desencanto, se despereza con ligera mala gana, coge el frasco de ungüento que le dio Cyra el día anterior y se lo aplica en abundancia. Argus y Oddur la imitan. Reparten algo de carne seca y pan ácimo entre todos, beben agua en abundancia y, tras cubrir sus cabezas para evitar lo sucedido el día anterior, se ponen nuevamente en marcha.

Cabalgan durante horas persiguiendo siempre la brumosa imagen de las montañas en el horizonte.  A mediodía el calor es sofocante y el aire comienza a soplar con fuerza.

-Se avecina una tormenta –anuncia Tafari con gesto preocupado-. Será mejor que nos resguardemos hasta que pase.

-¿Una tormenta? El cielo no podría estar más despejado de lo que está –ríe Oddur encogiéndose de hombros.

-Una tormenta de arena –aclara cortante Onar-. Pueden llegar a ser más peligrosas que las de lluvias y truenos. De no tener a la vista las montañas Doruklana, podrían hacer que nos perdiéramos en el desierto.

-Mueven la arena, juegan con ella y cambian totalmente el paisaje confundiendo a los viajeros. Además, sin un refugio podríamos llegar a perder la vida –dice Rostam, y los norteños ponen cara de preocupación.

-Entonces, será mejor que montemos aquí el campamento; no nos moveremos hasta que cese –dice  Kayra con energía al cabo de unos segundos-. ¡Démonos prisa!

Y se ponen inmediatamente manos a la obra. Esta vez montan dos tiendas resistentes y bien aisladas, y se dividen en dos grupos. Tras haber descargado los suministros de las monturas y meterlos en el centro de las tiendas, los Knöts, como buenos criadores de caballos, consiguen que estos se recuesten junto a estas.

El viento cada vez silba con más fuerza y levanta grandes cantidades de arena que dificultan las tareas y les impide ver con claridad. Hasta que al fin entran en las tiendas. En una de ellas entra Cyra, Rostam y Argus, en la otra Kayra, Oddur, Tafari y Onar, y, aunque están algo apretados y deben permanecer sentados, los Knöts levantan los bajos de las tiendas y ayudan a los asustados caballos a resguardar sus cabezas en el interior, para asombro de los Griundels.

-Se asustarían y huirían, y con este vendaval probablemente morirían perdidos por el desierto –explica Onar al ver la cara de curiosidad de Kayra y Oddur, mientras acaricia a uno de los caballos- Aún nos son muy necesarios.

Kayra sonríe tímidamente.

Nunca hubiese esperado tal sensibilidad por parte de sus provisionales aliados. Respetaban de verdad a esos animales, los amaban. Entonces le imita y acaricia con delicadeza al caballo que tiene más cerca, calmándole, a lo que Onar responde con otra sonrisa.

El viento es muy fuerte y agita con furia las lonas de las tiendas. Tarda horas en cesar, tiempo que aprovechan los jóvenes para charlar y hacer con ello más llevadera la espera tras un largo y tenso silencio inicial. Por fin, uno empieza a contar una anécdota y el resto se va animando. Cuentan historias sobre sus vidas: hablan de sus reinos y costumbres, de experiencias que han vivido y lugares que han visto y hasta de los mitos y leyendas propios de sus tierras; se sorprenden, se extrañan y recelan, se asustan e incluso acaban soltando risotadas.

Cyra cuenta a Argus cómo viven a diario los Knöts y este se asombra con cada palabra. Para un hombre de las tierras del norte es difícil imaginar el día a día en estas áridas y yermas tierras. Mas, cuando llega su turno, y al ser hombre de pocas palabras, acaba hablándoles de los sistemas de acueductos subterráneos que recorren la ciudad de Aldgar y de cómo aprovechan los minerales que obtienen de las montañas para las numerosas fraguas que posee el reino Griundel. Y aunque las explicaciones son ciertamente escuetas, Cyra y Rostam se muestran muy interesados con el tema y quedan fascinados por el provecho que sacan de aquellas escarpadas tierras.

En la otra tienda, Tafari acaba hablándoles sobre su tribu, sobre sus mitos y las numerosas supersticiones de su pueblo, la tribu roja. También les habla sobre sus vecinos, los peligrosos Noka Wa Möt. Les cuenta cómo tiempo atrás vivían en armonía con ellos hasta que un día un extraño chamán llegó a su aldea. Este chamán les dijo que los antiguos espíritus estaban enfadados con el mundo, que necesitaban sacrificios puesto que todos estaban manchados por la impureza de la codicia y los placeres mundanos y que el mundo cambiaba de forma tan impura que para limpiar y purificar sus almas debían sacrificar a los impuros y ofrecer su sangre a los antiguos espíritus para así contentarlos.

El entonces líder de la tribu de Tafari, escandalizado por las exigencias del chamán, se negó a realizar tales barbaridades y le desterró lejos de su gente. Sin embargo, este, ultrajado, se dirigió a la tribu Noka Wa Möt, antes denominada Bluu Wahu, y volvió a predicar la voluntad de los espíritus.

Bluu Wahu estaba hermanada con la tribu roja desde tiempos inmemoriales, mas sus líderes pecaban de supersticiosos y de ambiciosos; querían ser superiores a sus vecinos rojos en todo y temían desmesuradamente la ira de los espíritus, por lo que acogieron al chamán y a sus macabras ideas místicas. Pasaron así de ser el apacible pueblo azul a convertirse en asesinos ritualistas y hasta a practicar el canibalismo. Cambiaron su nombre a Noka Wa Möt, o serpientes de fuego en su lengua, se desvincularon de los Ynkundu Wahu, a los que consideraron enemigos directos, y siguieron las doctrinas marcadas por el perverso chamán para salvar sus almas. Así se convirtieron en la tribu más poderosa y temida de la región.
Kayra y Oddur quedan sin palabras tras el relato de Tafari. La preocupación se plasma abiertamente en sus pálidos rostros, y aunque Onar ya había oído antes esta historia, también se aprecia desazón en su semblante.

Para cuando la tormenta cesa, es alrededor de media tarde, y ya que la noche está cercana, se ponen rápidamente de nuevo en marcha.



Un nuevo día comienza cuando dejan a un lado las montañas Doruklana. Han pasado toda la noche en camino y, aunque ha sido duro, ya se encuentran en tierras salvajes.

Las arenosas dunas dan paso a tierras igualmente áridas pero de aspecto más plano y rocoso, y la vegetación ya no está tan ausente. El aire es fresco y un ligero aroma a salitre indica que el mar anda cercano. A media tarde realizan una nueva parada para reponer fuerzas. Descansan unas horas antes de disponerse a caminar de nuevo toda la noche.

A la mañana siguiente deciden realizar otra breve parada  antes de llegar a la tribu Ynkundu Wahu donde su mismísimo líder, Sirham, les da la bienvenida.

-Dejad que Tafari y yo nos encarguemos de parlamentar con ellos – le musita Onar a Kayra antes de desmontar de los caballos. Es evidente que los que conocían el idioma eran ellos dos, pero se le atraganta que eso signifique quedar relegada a un segundo plano. Aun así, da su visto bueno porque entiende que no en todas las culturas se valora de igual modo la palabra de una mujer, mal le pese.

Sirham y Tafari se saludan efusivamente mientras algunos de los miembros de la tribu se encargan de los caballos de los recién llegados y otros tantos se quedan expectantes ante el extraño aspecto de estos. La compañía también analiza lo que ven con creciente curiosidad.

La aldea se les antoja pequeña, en comparación con lo que acostumbran: numerosas casas bajas y redondas, de muros de adobe, techos de hojas de palma y ramas secas, con pequeñas puertas y ventanas. Lo que ven poco práctico, dado el gran tamaño de sus habitantes. Estos son hombres y mujeres con pieles zaínas, como Tafari, cubiertas por un intenso pigmento rojizo. Las mujeres llevan su recio pelo trenzado con múltiples trenzas color escarlata o bien recogido en llamativos tocados; van sólo cubiertas por taparrabos también de ese color y elaborados collares hechos con rafia fuertemente trenzada; algunas además llevan colgantes, brazales y pulseras de colores dorados que destacan con viveza en su piel. Los hombres están rapados, al igual que Tafari, o bien tienen pequeñas coletas en sus coronillas; visten faldas y túnicas en tonos cálidos y también llevan rafia trenzada como adorno. Algunos muestran dibujos geométricos hechos con pintura blanca en sus rostros y diversos tatuajes parduzcos. Y, aunque son pocos los niños que se ven, van completamente desnudos y afeitados.

Les llama muchísimo la atención la libertad que tienen con mostrar sus cuerpos y lo pintorescos de sus ropajes y peinados. No es diferente el impacto que crea el aspecto de los miembros de la compañía sobre los residentes a los que magnetiza el aspecto albo y luminoso de los Griundels, con tan pálidas pieles y doradas cabelleras.

El siguiente al que saluda Sirham es al príncipe Onar, al que también se alegra mucho de ver. Onar le dice algunas palabras mientras se abrazan y sonríen, y después se acercan al resto del grupo. Entonces Tafari les va presentando uno a uno y cuando llega a Kayra, Argus y Oddur el jefe de la tribu se recrea fascinado ante el aspecto de los jóvenes. Nunca había visto a nadie de piel tan clara y cabellos tan brillantes como el sol.

Les abraza entusiasmado y dice algo en una lengua indescifrable, gutural y chasqueante.

-Sirham os da la bienvenida –les traduce Tafari-, hijos del Sol.

-¿Hijos del Sol?, ¿por qué nos llama así? –pregunta Argus mientras Sirham le libera de un fuerte abrazo. Tafari comunica su duda al jefe y este responde señalando de forma dramática al cielo.

-Dice que ya sabía de vuestra llegada, que los antiguos espíritus les habían anunciado que un día llegarían gentes doradas como los rayos del gran Sol, padre de toda vida.

El jefe de la tribu les sonríe mientras se traducen sus palabras, a la espera de algún tipo de reacción. Para no parecer descorteses, los tres norteños le devuelven la sonrisa en señal de aprobación, y entonces Sirham vocifera algo y el resto de la tribu vitorea. Seguidamente todos se les acercan con curiosidad repitiendo una y otra vez la misma expresión que su líder había utilizado para referirse a los Griundels; tocan sus ropajes y acarician sus cabellos animadamente.

-¡Vamos! –se oye decir a Onar entre el jaleo-, vayamos a hablar más tranquilamente con su jefe.

Poco a poco se abren paso entre el gentío y entran en la cabaña más grande del poblado. Aunque tienen que entrar agachados, en el interior el techo está lo suficientemente elevado para que puedan estar todos de pie, incluso Tafari y Oddur, los más altos del grupo. La decoración es austera, con un suelo cubierto de esterillas y alfombras, modestos cortinajes cuelgan de las paredes y algunos cuencos y vasijas de barro se aprecian aquí y allá; varias velas iluminan la estancia dándole un aspecto un tanto lúgubre. En el centro de la choza, sentado en el suelo, ya se encuentra Sirham que les indica con un gesto que tomen asiento. Estos aceptan la invitación y se sientan en unos planos cojines dispuestos de forma concéntrica a la choza.

-Sed bienvenidos a mi humilde morada –dice Tafari interpretando las palabras del jefe de la tribu-, todo amigo de algún miembro de nuestra familia, es amigo de mi tribu. ¿Qué os trae a nuestras modestas tierras?

-Tenemos que cruzar tierras salvajes y llegar lo antes posible a Maeva, al norte de las montañas –responde Onar, que aunque se defiende en la lengua de los Ynkundu Wahu, decide dejar que Tafari le traduzca para que todos los presentes no pierdan detalle de la conversación.

-¿Y por qué cruzar por estas peligrosas tierras pudiendo hacerlo por las del reino Knöt? –pregunta Sirham.

-El enemigo nos cortaba el paso. Hemos sido atacados por un ejército poderoso proveniente de las montañas del norte y nuestro pueblo está en grave peligro. Y también el de nuestros vecinos –contesta Onar con aire severo, y señala a los norteños que gesticulan disimuladas muecas de conformidad y pesar.

-Lamento mucho oír eso –comenta Sirham con aflicción-, ¿y qué es tan importante para que el gran guerrero Onar deje el campo de batalla? –dice ahora con una cálida sonrisa.

-Tenemos una misión que cumplir, sabio jefe. El futuro de nuestra gente depende de ello y, aunque no pueda contaros más sobre nuestra empresa, requerimos de vuestra ayuda para abastecernos y de vuestra vasta sabiduría sobre estas tierras –ruega el joven príncipe. Sirham, tras unos segundos de reflexión, mueve la cabeza arriba y abajo en señal de aprobación.

-Si tan secreta es la misión, no preguntaré más al respecto. Sólo los espíritus conocerán vuestra causa, y viendo a tan variada compañía, será un gran motivo el que os empuja a viajar por tan inhóspitas tierras –dice, mientras se pone en pie. Da un par de vueltas alrededor del círculo que forman los jóvenes, cavilando-. Los sabios espíritus me hablaron de la llegada de los hijos del Sol, dijeron que vendrían un día pidiendo ayuda y que si se la dábamos tendríamos su beneplácito y seríamos recompensados con prosperidad durante varias generaciones, que nos ayudarían a ahuyentar el mal de nuestras tierras. No sabía a qué se referían con eso de “hijos del Sol” hasta que os he visto a vosotros, mis buenos muchachos –dice, entretanto  vuelve a ocupar su lugar observando a los Griundels con una amplia sonrisa. En las manos lleva un cuenco con una serie de extrañas hojas y algunos insectos muertos. Lo coloca a sus pies, coge una de las velas que tiene a mano y prende fuego al contenido del cuenco con ella. Agita rítmicamente las llamas mientras canturrea algo en voz baja, luego coge una vasija y vierte agua sobre la llama extinguiéndola. A continuación, y sin dejar de canturrear, se aproxima a cada miembro del grupo y, con los dedos untados en los restos del cuenco, realiza una marca en sus frentes.

>> Esto os protegerá de los malos espíritus –prosigue Sirham tomando asiento una vez más-. A partir de ahora, sois miembros de nuestra tribu y siempre seréis bienvenidos aquí. Os daremos cuanto necesitéis para vuestra odisea y esta noche comeremos y bailaremos para contentar a los grandes y sabios espíritus y así pedirles buena ventura para todos.



Para cuando el sol cae, toda la aldea se encuentra alrededor de una gran hoguera.

Grandes cuencos con frutos variados y diversas piezas de carne asada pasan por manos de la joven compañía mientras algunos miembros de la tribu tocan rítmicamente tambores y timbales y otros tantos cantan con voces profundas y acompasadas. El ambiente es alegre y los invitados se sienten felices por primera vez en días. Todos disfrutan del peculiar espectáculo y se maravillan de la vida tan sencilla que llevan los miembros de la tribu Ynkundu Wahu, hasta la envidian dada su situación. En eso piensa abstraída Kayra cuando uno de los jovenes de la tribu la invita a unirse al baile. Vergonzosa, rechaza la oferta, pero el muchacho le insiste efusivamente y esta se ve obligada a responderle por cortesía para con su gente. Se une torpemente al baile y varias muchachas se le acercan y le enseñan con simpatía cómo debe moverse. Para cuando el resto de la compañía se percata de que la reina está en pleno baile, ya domina algunos de los movimientos.

-Nunca había visto a un ser tan sumamente puro y luminoso –dice Sirham a Onar en su lengua nativa refiriéndose a Kayra, viendo que el joven no deja de mirarla-. Es hermosa, sin duda.

-¿No tenéis suficiente con vuestras cuatro esposas, Sirham? –le contesta este con sorna y complicidad. Sirham se echa a reír tras unos segundos en los que intenta aparentar estar indignado, y Onar ríe con él.

-Las mujeres son la bendición más grande que pueden dar los sabios espíritus, aunque a veces puedan ser difíciles de contentar y tratar. Aun así, mujeres como esa no he visto en mi vida. Su aura es fuerte y su belleza es más que evidente  –coge un trozo de carne asada y se lo mete en la boca sin apartar los ojos de la joven reina; tras un intenso masticado, da un largo trago de su cuenco y prosigue:- Sois un bravo guerrero, joven y fuerte, y según las mujeres de mi tribu, bastante bien parecido; podríais conseguir a la mujer que quisierais –y Onar se ruboriza ante la insinuación del jefe de la tribu roja. Este se echa una vez más a reír junto con Tafari, cosa que indigna todavía más al príncipe Knöt.

-No negaré que me parece una mujer muy hermosa, pero sigue siendo una Griundel, enemigos de mi gente desde hace generaciones –responde Onar recobrando la compostura. “Y además, nada menos que su reina”, piensa-. Aunque ahora seamos aliados, cuando nuestro enemigo común sea vencido, volveremos a estar enemistados como antaño. No creo que eso cambie.

-Bueno, sólo diré que los designios de los grandes espíritus a veces no obedecen a la lógica de los hombres, mi joven amigo. Cuidad que no os traicione el sentido común si la pasión fallase a la razón.

-No creo que tengáis que preocuparos mucho por eso, mi buen amigo. Parece que a vuestros enemigos no les faltan pretendientes allá donde van –dice de repente divertido Tafari señalando en dirección a los danzantes.

Varios hombres de la tribu bailan alrededor de Kayra y junto a ella lo hace también un apuesto Oddur acosado por otras tantas mujeres de la aldea. Cuando pasan unos segundos, ambos cruzan miradas y se echan a reír debido el ridículo que creen estar haciendo.

Disfrutan del momento. Saben perfectamente que este viaje les deparará penurias y privaciones, pero mientras llega el momento de sufrir, se recrean con estos humildes segundos de felicidad que quizás no vuelvan a tener.




12
-No sabía que bailaseis tan bien, mi señora –dice Oddur divertido mientras Kayra y él toman asiento sudorosos tras un buen rato danzando con los aborígenes.

-Bueno, es fácil después de recibir clases desde mi más tierna infancia. Aunque es evidente que las danzas de nuestra tierra no son ni de lejos tan permisivas y sensuales como estas –responde ella riendo con timidez-. A vos tampoco se os da nada mal, tenéis entusiasmadas a las mujeres del lugar.

-¿De veras? –pregunta el joven ruborizado. Ciertamente es un chico guapo de ojos verdes, muy alto y atlético. Además, ese aire desaliñado  y su soltura al hablar le aportan un gran atractivo-. Bueno, creo más bien que están extasiados al ver a gente con nuestro aspecto.

-Es posible, no hay más que mirar a Argus –responde ella con sorna viendo cómo este se mantiene firme e impasible ante los gestos halagadores y las numerosas ofrendas de las mujeres de la tribu Ynkundu Wahu-. Es realmente difícil saber qué le pasa por la cabeza –reflexiona en voz alta.

-Es un buen hombre, quizás demasiado formal y algo estricto, pero es un gran guerrero y bastante leal –comenta Oddur-. Ahren sin duda le escogió muy sabiamente.

-¿Y con vos? –pregunta Kayra, y, ante la cara de incomprensión del joven, aclara:- ¿Escogió sabiamente Ahren con vos también?

-Bueno, soy un buen arquero y se me da bien cazar, pero tengo entendido que nadie es más hábil con el arco que la reina Griundel –responde con modestia el chico, y la muchacha se echa a reír-. Creo que Ahren me escogió más bien por mi dominio sobre temas curativos. Sé identificar bien plantas comestibles, venenosas o con propiedades curativas y se me da bien curar heridas de diversas índoles, así que creo que me eligió más bien para cuidar que no enferméis ni os ocurra nada grave por alguna herida o rasguño, ya que es más que evidente que no necesitáis más escoltas –concluye señalando con un leve gesto al resto de sus compañeros- ¡Soy como la niñera! –y ríe al pensarlo.

-¿Eso qué significa entonces, que soy una niña a la que hay que cuidar? –dice Kayra en tono cortante, y Oddur deja de reír de repente.

-Perdonadme, mi señora, no pretendía…

-¡Sólo bromeaba! –le interrumpe cambiando su severa expresión por una amplia carcajada-. Si Ahren os eligió tendría muy buenas razones, no debéis menospreciar vuestra labor de ese modo. Es probable que sin vuestros “cuidados de niñera” algunos enfermemos o incluso muramos.

>>Saber sobre sanación siempre me ha parecido muy interesante –continua tras unos segundos-, aunque también me parece una materia compleja y difícil. De pequeña me enseñaron algunas cosas básicas: cómo detener una hemorragia, cómo aliviar un dolor por quemaduras… Pero, aparte de que recuerdo ya poco, no sabría ni qué hacer en una situación de emergencia, ni sabría qué podría utilizar.

-Es más sencillo de lo que parece, si os enseñan bien. Todo lo que sé me lo enseñó mi abuelo –dice Oddur, y su expresión se enternece-: la sanación, la supervivencia básica y el dominio de la caza. Sólo es cuestión de querer aprender y tener la oportunidad de ponerlo en práctica –realiza una breve pausa para reflexionar y dice:-. Si quisierais, con sumo gusto, os enseñaría el arte de la sanación, al menos todo cuanto sé.

-¡Me encantaría! –responde Kayra con entusiasmo.



A la mañana siguiente el sol brilla ya alto en el cielo cuando parten de la aldea Ynkundu Wahu tras despedirse de todos y darles las gracias por su hospitalidad y por los valiosos víveres que les han entregado. El camino ahora será más duro ya que no esperan encontrar muchos aliados en él.

Mientras se alejan de la aldea, se oyen cánticos, cánticos que parecen desearles suerte y que les transmiten fuerza y vitalidad aun cuando están fuera de la comprensión de la mayoría.

Avanzan en dirección noreste, en dirección a las montañas Doruklana, las que serán su guía durante el viaje. Mantienen ese rumbo además para evitar las tierras de los Noka Wa Möt, como les había recomendado Sirham, sin embargo, las constantes ventiscas les desorientan a menudo.

Cuando la tarde cae, una gran ventisca les impide continuar y se ven forzados a detener la marcha. Acampan como bien pueden y esperan varias horas hasta que el viento se calma. Para cuando salen de las tiendas es de noche, una noche especialmente oscura.

-Es bastante complicado orientarse así –dice Rostam escudriñando el cielo.

-Sí, no se distinguen las montañas en el horizonte. La luna está ausente y, curiosamente, las estrellas no están muy luminosas esta noche –comenta Cyra desalentada.

-Entonces deberíamos acampar hasta mañana, si continuamos en estas condiciones podríamos desviarnos demasiado de nuestra ruta –sugiere Onar.

Tras tomarse unos minutos para reflexionar, todos aceptan el plan. Era preferible perder unas horas de viaje descansando que recuperando el rumbo al día siguiente, por lo que montan de nuevo el campamento, ahora con más tiendas, y hasta encienden una modesta hoguera con algunos palos secos y rastrojos que encuentran en las cercanías. Clavan en la arena unas estacas fuertes y atan a estas los caballos. Luego se reparten algo de comida y charlan entre ellos, aún animados por la fiesta de la pasada noche, hasta que les vence el cansancio.



-¡Despertad –vocifera Argus cuando apenas rompe el día-, ¡los caballos no están!

Al instante todos se levantan y corren al lugar donde habían atado a los caballos la noche anterior. Los palos siguen en pie, clavados en el suelo como los habían dejado la noche anterior, pero no hay ni rastro de las bestias ni de las monturas que dejaron junto a estos con buena parte de los víveres.

-¿Cómo han podido desaparecer sin que ninguno hayamos oído nada? –pregunta Cyra

-Saqueadores, saqueadores del desierto. Son sigilosos, y aquí hay marcas de pisadas recientes –dice Tafari analizando la zona.

-Las cuerdas han sido cortadas –dice Oddur observando los palos-, y también hay huellas alrededor de donde dejamos las monturas. Una cosa es que los animales se escapen, pero que las monturas desaparezcan así… Sin duda nos han robado.

-¡Maldita sea! –lamenta Onar-, sin los caballos podríamos pasar, pero sin los suministros... Debimos montar guardias, ¡hemos pecado de confiados!

-El rastro se dirige al norte –comenta Tafari señalando en esa dirección-. Debe haber un asentamiento cerca, los saqueadores nunca se adentran demasiado en el desierto, sería arriesgado.

-Pero si siguieron esa dirección, podríamos acercarnos demasiado a los Noka Wa Möt, ¿no? –pregunta Rostam.

-Así es –le responde Onar-, mas no podremos sobrevivir durante mucho tiempo sin comida y menos sin ropa de abrigo cuando estemos en las montañas.

-Sería muy arriesgado ir al norte en estas condiciones –reflexiona Kayra, y Onar asiente apesadumbrado.

-Podría tratarse de una artimaña para atraernos a sus tierras. ¡Podría ser una trampa! –previene Rostam.

-Si fuesen Nokas no se habrían llevado los caballos, nos habrían capturado a nosotros sin pestañear –responde tajante Tafari; luego piensa y examina las evidencias-. Hay algunas aldeas pequeñas por estas tierras que no representan ninguna amenaza. Viven de pequeños rebaños de ganado y modestos cultivos, pero son especialistas en robar a las aldeas vecinas y a forasteros extraviados en cuanto tienen ocasión. Les hemos dado precisamente lo que buscaban, al parecer.

-Entonces no nos queda más opción que averiguar quiénes son y qué han hecho con nuestras pertenencias –dice Onar.




13
El calor aumenta a medida que la flota remonta el gran río Bolorma.

Valerio observa desde la cubierta de su navío el desértico paisaje que se extiende más allá de la línea de la verde rivera y recuerda la última vez que viajó a estas áridas tierras. Era aún un niño cuando su padre, el rey Varo, le llevó consigo a los funerales por la muerte de su hermana Neiva, desposada con el rey de los Knöts y padre de Taerkan, el rey Serkan.

Recuerda que su tía murió por un mal al poco de desposarse, un mal propio del desierto que la consumió rápida y agónicamente entre fiebres y fuertes dolores, por lo que el matrimonio apenas llegó a consumarse y la alianza Manahí-Knöt quedó así en el aire. Serkan, tras el luto de rigor, se desposó con una noble y bella mujer de su reino y tuvo así a su primogénito y heredero, Taerkan.

La relación entre ambos reinos se enfrió hasta tal punto que casi quedó relegada al recuerdo, sin embargo, Valerio pretendía ahora recuperar el buen trato entre ambas casas y por ello se encontraba desembarcando en las yermas tierras de Messut.

-Sed bienvenidos a tierras Knöts, altezas –manifiesta cortésmente el líder de la pequeña comitiva que recibe a los viajeros en el puerto de Murey, una ciudad comprimida entre muros de robusta roca gris situada a media altura del gran río.

-Lo que sea por nuestros viejos aliados, aunque esta humedad tan cálida sea insoportable –responde el monarca-. Informadme.

-La situación sigue sin cambios importantes: las murallas de Kanbas resisten los intentos de ataque del ejército Martu hasta el momento, y las reservas de comida y agua aún son más que suficientes. Hemos conseguido salir de la ciudad sin levantar sospechas, así que confiamos que a nuestro regreso no haya mayores contratiempos –informa diligente el líder de la comitiva.

-Bien, esperemos que así sea y podamos cruzar sin problemas las murallas –opina el rey-. Os traigo cinco mil de nuestros mejores soldados y algunos de nuestros barcos se quedarán aquí anclados por si se requiriese un mayor apoyo logístico. Anunciad a vuestro rey nuestra llegada y partamos a Kanbas de inmediato.

-Por supuesto, señor.



Levantan el campamento y se disponen a seguir el rastro de pisadas, aunque les cuesta caminar cargando con las cosas sin las alforjas. Pasadas un par de horas, se divisan a lo lejos varias tiendas próximas a un pequeño oasis, hacia el que se dirigen las huellas. El sofocante calor y el cansancio juegan un macabro papel a favor del impulso de ir directos al refrescante lugar, pero deben ser cautos y trazar un plan si era allí dónde estaban realmente sus caballos y si querían recuperar lo más rápidamente posible sus pertenencias.

-Seguro que es ahí donde los tienen –dice Cyra en voz baja, y Tafari mueve la cabeza arriba y abajo en señal de afirmación.

-Son pocas tiendas y serán pocos los que vivan en ellas –le responde pensativo-. No debería ser difícil recuperarlos sin que nos opongan resistencia. Cyra, Oddur y yo examinaremos el lugar, esperadnos aquí el resto.

Con extremo sigilo, los tres se dirigen al pequeño asentamiento y se dividen para cubrir más terreno: Cyra y Oddur  van por el flanco este y Tafari por el del oeste. No tardan mucho en encontrar a cuatro de los caballos atados cerca del agua, aunque echan en falta al resto además de a las alforjas. Les sorprende no ver a nadie vigilar el botín ni toparse con nadie en las inmediaciones. Regresan con los demás y les explican la extraña situación; deciden ir todos juntos y averiguar si sus cosas están allí, y si así fuere, cogerlas y largarse antes de que los ladrones regresen de donde quiera que estén.

-Son 6 tiendas –dice Oddur-, lo mejor sería dividirnos.

-Deberíamos dividirnos en dos grupos lo más equilibrados posible –ratifica Argus-. Lo mejor sería que Cyra, Rostam y Tafari fuesen juntos y que el resto, formásemos el otro equipo. Un rastreador, un arquero en cada equipo y repartir los guerreros entre ambos por si se tratase de una emboscada –todos dan señal de aprobar el razonamiento del norteño y, aunque piensan que es algo exagerado, son conocedores de lo vulnerables que son en estos parajes.

Se dividen según lo acordado y caminan con cautela hacia el asentamiento. Van tienda por tienda registrándolo todo silenciosamente, atentos a cualquier ruido novedoso. Dentro de una de las tiendas, Onar escucha unos murmullos tras un cortinaje, cuando lo levanta descubre una pequeña habitación y en ella a dos niños pequeños que le miran con verdadero terror. Esconde lentamente a la espalda su cimitarra y hace un gesto amable a los niños para pedirles que guarden silencio.

-¿Dónde están los mayores?, ¿dónde está vuestro padre? –pregunta susurrando en la lengua de los Ynkundu Wahu mientras se acerca lentamente a los pequeños.

Los grandes ojos brillan destacando en la penumbra y en sus pardas pieles.

-Se llevaron los caballos para pagar a los hombres azules –contesta al fin el mayor de los dos niños, entretanto, Kayra asoma la cabeza tras los cortinajes de la improvisada habitación asustando a los pequeños.

-Debemos irnos –dice Onar mirando a su compañera-, no creo que su madre ande lejos y nuestras cosas no están aquí –antes de marcharse, sonríe cálidamente a los niños y vuelve a pedirles silencio con un simple gesto.

Cuando salen de la tienda, se encuentran a Argus y Oddur al lado de una mujer de piel oscura. Está de rodillas al lado de un charco en el que reposa una vasija rota y, con gesto suplicante, señala la tienda. Cuando ve salir de esta a Onar y Kayra, el pánico recorre su rostro. Inmediatamente se pone en pie y comienza a correr hacia ellos, pero Oddur la intercepta y la sujeta con firmeza mientras esta se afana por escapar de sus brazos.

-Tus hijos están bien –le dice Onar a medida que se va acercando, y la mujer deja de forcejear. Pasados unos segundos continúa-: ¿Por qué tu gente tiene que pagar a la tribu azul? –y la expresión de la mujer pasa de la ira al temor, agacha la cabeza y empieza a negar-. Sé que puedes entenderme. Tus hijos hablaron de la tribu azul, ¿qué debéis pagar?

En ese momento se reúnen con ellos Tafari, Cyra y Rostam, que no han hallado nada, y quedan desconcertados ante la escena.

-¿Qué debe pagar tu gente? –pregunta Onar una vez más con voz severa-, ¿dónde están nuestros caballos?, ¿dónde están nuestras cosas?

La mujer les mira temerosa e inquieta. Entonces mira a Kayra fijamente a los ojos y la joven reina entiende el motivo de su miedo: personas desconocidas, a las que su gente ha robado, blanden sus armas contra ella y sus pequeños. No entendía lo que Onar le decía, pero era evidente que temía ser castigada.

-Bajad las armas –pide Kayra-. No hablará si la tratamos como a una criminal.

-Pero…-replica Oddur.
-Tiene razón, bajemos las armas, sólo así confiará en nosotros y el tiempo apremia –interrumpe Argus. Tafari es el primero en soltar su lanza y el resto le imita.

Entonces la mujer se relaja un poco y Oddur la suelta despacio. Onar pregunta de nuevo:

-¿Dónde están nuestros caballos?

-Se los han llevado a la tribu azul –responde al fin entre titubeos.

-¿A la tribu azul? –pregunta Tafari-, ¿por qué motivo?

-Desde hace tiempo, nos piden que les paguemos con comida o con lo que podamos darles de valor –responde.

-Por eso robáis a los viajeros perdidos…-musita Onar con sorna-. Y, ¿por qué debéis pagarles?

-Para que nos dejen con vida–responde la mujer con amargura.

-¿Con vida?, ¿os están pidiendo tributos a cambio de vuestra vida? –pregunta preocupado Tafari, y la mujer asiente aún con temor.

-Nuestra aldea antes era más numerosa –dice, y Tafari comienza a traducir lo que va contando la asustada mujer para que todos puedan oírlo tras hacerles un breve resumen-. Vivíamos en paz con la tribu azul, pero un día, cuando yo aún era una niña, vinieron a amenazarnos. Decían que si no les ayudábamos a ofrecer sacrificios a los espíritus seríamos castigados. Año tras año venían a pedirnos comida y animales para sus sacrificios, y cada vez pedían mayores cantidades e iba quedando menos alimento para nuestra gente. Los años en los que no teníamos apenas para comer, los que no teníamos para pagar sus tributos, se llevaban consigo a varios hombres y mujeres jóvenes de los que nada se volvía a saber. Mientras, el resto moríamos de hambre.

>>No somos un pueblo guerrero y nuestro número iba menguando año tras año, así que decidimos irnos de nuestras tierras, pero aun así la tribu azul siempre nos encuentra y parece que no parará hasta que no quedemos ninguno de mi tribu con vida –dice, finalizando su relato entre lágrimas.
Tafari se acerca a la desolada mujer y le pone las manos sobre los hombros, le dice algo en voz tan baja que ninguno alcanza a oír, y esta clava la cabeza en el pecho del muchacho llorando todavía más desconsoladamente. Pasan así unos minutos mientras el resto sigue conmovido con la historia de la mujer. Finalmente, esta enjuga sus lágrimas y se calma.

-¿Sabías de esto, Tafari? –pregunta Onar.

-Por supuesto que no, de haber tenido conocimiento de que la tribu azul estaba haciendo esto con nuestros hermanos, habríamos intervenido. Mi tribu debe enterarse esta desgracia.

-Ojalá pudiésemos hacer algo para ayudarla –dice Cyra aún afectada.

-No podemos enfrentarnos a toda una tribu, y menos a una tan peligrosa, nosotros solos –le responde Argus -. Además, no es nuestra causa.

-Nuestras pertenencias están en manos de la tribu azul –replica Oddur-, por lo que en cierto modo sí que es nuestra causa.

-Con estos caballos podríamos llegar a las montañas, pero es bien cierto que sin víveres y ropas de abrigo no aguantaríamos mucho –reflexiona en voz alta Kayra-. Podríamos llegar a las montañas y esperar cazar algo allí, y hasta encontrar agua, pero no tendríamos dónde transportarlo todo y el camino es largo y duro.

-Tenéis razón –dice Onar-, nos guste o no, no podemos continuar así nuestro viaje. Sólo los dioses saben el tiempo que podría llevarnos llegar al templo secreto, y para ello necesitaremos nuestras pertenencias. De haber aquí alimento de sobra podríamos irnos sin más, pero apenas tienen qué llevarse a la boca –y señala a la mujer que se aprecia desnutrida.

-No nos queda más opción entonces –dice Kayra con desgana.

Entonces, una fugaz idea surge en la mente de Tafari.

Pregunta a la mujer algo en tono ansioso a lo que esta le responde con una afirmación, y acto seguido le guía a una de las tiendas donde ambos entran. A los pocos segundos, Tafari asoma sonriente.

-Tendremos la ayuda de mi tribu para irrumpir en la aldea azul –comunica al resto del grupo.




14
-¿Cómo…que tendremos su ayuda? –pregunta confuso Onar-, no podemos comunicarnos con ellos, a menos que alguno cabalguemos sin descanso durante casi un día.

-No será necesario –responde sonriente Tafari, luego les pide en un gesto que se aproximen a la tienda. Todos obedecen y les muestra el motivo de su alegría: hay, en varias jaulas en las que están encerradas, unas despreocupadas palomas que arrullan intermitentemente-. Enviaremos un mensaje a mi aldea y acordaremos un sitio donde reunirnos y planear la estrategia.

-¿Y crees realmente que acudirán?, parecían asustados sólo con mencionar su nombre –vuelve a preguntar Onar.

-No creo que Sirham sepa que la tribu azul está pidiendo tributos a los demás pueblos cercanos, quién sabe a cuántos más habrán extorsionado y sólo será cuestión de tiempo que vayan a chantajear a mi gente –responde Tafari, y su tono se recrudece-. No dudarán en aprovechar la situación para evitar que ese momento llegue.

-De acuerdo –dice Onar-, envíales el mensaje y esperemos que respondan a nuestra petición.



-¡Abrid las puertas! –vocifera el líder de la comitiva que se ha adelantado para dar la orden-, ¡deprisa!

Las enormes puertas se abren lo más rápido que pueden para dar paso al ejercito Manahí que se aproxima a toda prisa con su monarca, Valerio, al frente. Este queda maravillado ante el imponente aspecto de la gran ciudad amurallada y ante la colosal figura del dorado palacio, centro estratégico de tan robusta fortaleza.

Era aún más impresionante de lo que podía recordar.

Entran en cuestión de minutos por las puertas del sur y los cinco mil soldados se disponen en formación en el gran patio al que dan a parar, a la espera del encuentro con el rey Taerkan, que no se hace de rogar. Este se acerca al rey Valerio, que desmonta con gracia de su caballo, y se saludan protocolariamente para luego fundirse en un cordial abrazo.

-Bienvenidos seáis a la grandiosa Kanbas, viejo amigo –dice Taerkan mientras da varias palmadas en la espalda del rechoncho rey Manahí. Valerio es un hombre de mediana estatura, algo más bajo que Taerkan, y aún bien parecido para su avanzada edad, con cabellos castaños canosos y ojos color miel; sin embargo, su redonda panza y su regordeta cara le restan atractivo a pesar de su cuidada y aún castaña perilla y sus ostentosos ropajes-. Espero que vuestro viaje no os haya quitado el espléndido apetito al que acostumbráis –ríe.

-Nada en este mundo podría acabar con mi apetito, amigo mío –responde Valerio, y ríen juntos.

-Entonces comamos y bebamos, y hablemos del motivo que realmente nos atañe –dice Taerkan con entusiasmo.

-Antes quiero presentaros a mi hijo –comenta Valerio, entretanto el joven desmonta de su caballo, se les aproxima con porte señorial y realiza ante el rey Knöt una exagerada reverencia-. El príncipe Paulo, segundo en la línea de sucesión al trono Manahí.

-Es todo un honor conocerle al fin, alteza- dice Paulo con cierto aire resentido tras la aclaración de su padre con respecto a su posición en la línea sucesoria.

Paulo aborrecía con toda su alma la idea de no ser el heredero de su reino. Su hermano, Tacio, sería el rey una vez faltase su padre, pero este estaba más interesado en sus amantes y su bien reconocida belleza que en aprender a manejar el reino. Él, sin embargo, siempre había estado junto a su padre aprendiéndolo todo sobre las complejas labores de gestión del reino, motivo por el que está convencido de que sería el mejor monarca. Pero, y aun a su pesar, Tacio era el legítimo heredero y su destino algún día sería el de convertirse en sacerdote de la religión que en su reino se profesa, como es costumbre en los vástagos menores de todas las casas nobles de su tierra.

-El honor es mío, joven príncipe –responde sonriente Taerkan observando con curiosidad al pálido y enjuto muchacho que mantiene una forzada postura reverencial-. Vamos, nos espera una suculenta cena y muchos asuntos que tratar.



El salón al que pasan es amplio y luminoso, decorado ricamente con ornamentos dorados y cálidas luces. Preside la sala una extraordinaria mesa de madera oscura repleta de apetitosos y variopintos manjares que acaparan la atención del buen rey Valerio. Taerkan se sienta a la mesa en una enorme silla, hecha de la misma madera que esta, e inmediatamente le imitan el resto de invitados al banquete: nobles Knöts, el rey Manahí, su hijo y algunos de los altos rangos del ejército Manahí y Knöt.

Degustan las exóticas viandas mientras mantienen amenas charlas. Una vez terminan de comer, todos los invitados se retiran, todos salvo Valerio y Paulo, y el tono de la conversación se vuelve menos jovial.

-La situación es grave, viejo amigo –le dice Taerkan a Valerio con el ceño fruncido-. El día que nuestros antepasados temían ha llegado. Mi reino está bajo el yugo de nuestro ancestral enemigo, y no sólo mi reino caerá si no hacemos algo para frenar esta atrocidad. Kanbas es fuerte y podremos resistir en ella un tiempo, pero no podemos escondernos eternamente. Si esta situación se alarga demasiado, tendremos que acabar plantándoles cara y no sé si estamos preparados para ello.

-Es por eso que hemos cruzado los mares meridionales, buen amigo, para ayudar a la causa –le responde complaciente Valerio.

-Y os estaré eternamente agradecido por ello, mas el enemigo es poderoso y sus filas numerosas. Ya he dado orden de que reúnan todo el alimento posible en el resto de de ciudades de Messut y en especial en Abir, donde nos recluiremos como último recurso si cae esta ciudad y, viendo el incisivo poder de nuestro enemigo, no creo que se demore mucho dicho momento –augura con aire de angustia Taerkan.

-¿Tan terrible es nuestro enemigo? –pregunta confuso Paulo.

-Y tanto, joven príncipe, y tanto –le responde Taerkan, y su semblante se oscurece al recordar lo vivido pocos días atrás-. Pudimos contenerlos, pero no pudimos hacerles frente cuando nos sorprendieron en el campo de batalla hace días. Los Martu, los desterrados, siempre fueron considerados un pueblo poderoso, pero nunca podríamos haber previsto esto. Dos grandes ejércitos, como es el nuestro y el de los Griundels unidos no fueron rival contra ellos. Por más que les derribáramos, más veces volvían a ponerse en pie.

>>Con vuestro apoyo seremos más fuertes, sin lugar a dudas, mas no podemos olvidar que tiempo atrás fue necesaria la unión de los cinco grandes reinos de la tierra conocida para desterrarlos, y ahora sólo somos cuatro reinos los amenazados y, al parecer, sólo tres los dispuestos a plantarles cara. Ninguno estamos realmente preparados para hacerles frente y, para mayor desgracia, en ningún viejo escrito hay señal alguna de esta nueva brujería que los ha vuelto inmunes a nuestro acero –relata el rey Knöt mirando fijamente el titilante fuego de una de las velas que iluminan la mesa.

-¡Resistiremos, amigo mío! –dice Valerio, tras unos segundos de espeso silencio dando un golpe con el puño en la mesa, sacando así a Taerkan de su ligero trance-. No vamos a permitir que nos derroten y se hagan con el control de toda la Inanna, seremos tan bravos como lo fueron nuestros ancestros. ¡Les devolveremos a las tinieblas!

-No, esta vez no volverán a las tinieblas. Esta vez, serán ellos o nosotros.



En algún lugar de la Inanna, Eddelan, rey de los Martu, se regocija ante el gran éxito de su campaña.
Confiaba en su estrategia y en el devastador poderío de su fiel ejército, pero ni de lejos podría haber imaginado que su avance por la tierra conocida, la tierra de la que su pueblo fue desterrado generaciones atrás, sería tan vertiginoso.

Le asombra lo débiles y confiados que han resultado ser los denominados “grandes reinos” y se congratula ante la idea de recuperar lo que cree legítimamente suyo: el dominio absoluto de la tierra conocida y, con ello, la derrota de los grandes reinos en nombre de las penurias que su pueblo ha soportado más allá de las montañas de Helos. El camino hasta su objetivo sería lento, pero nada ni nadie podrá detenerle.

Antes perecer que volver al destierro.




15
La noche en el desierto es especialmente fría. Acampados a pocos kilómetros de la aldea de los Noka Wa Möt, sin poder encender una mísera hoguera para no ser delatados y sin más ropa de abrigo que lo puesto y algunas mantas que conservan de la anterior acampada, se encuentra la compañía esperando a que la tribu de Tafari aparezca según lo acordado. Están sentados muy juntos, para que el calor corporal les ayude a sobrellevar las bajas temperaturas que llega a alcanzar el desierto de noche. Todos parecen a gusto así: charlan de cosas triviales y se divierten con anécdotas fútiles.

Todos menos Kayra.

Varias anécdotas pasan hasta que decide levantarse, agobiada por la situación, y se aleja varios metros del resto a los que pide estar un rato a solas.

El aire gélido la relaja, le recuerda en cierto modo a su tierra. El frío siempre fue de su agrado, aun cuando casi le cuesta la vida en uno de los inviernos más duros de los que se habían vivido en años en Aldgar.

Salió a cazar con su padre, el rey Krël, siendo ella solo una cría. Él se negaba ya que era peligroso y su madre se oponía rotundamente  pues una dama de alta cuna no debía salir a cazar como si tal cosa, pero recuerda que insistió durante días hasta que finalmente accedieron. Estaba deseosa de salir a probar su arco nuevo, el que le habían regalado recientemente por su duodécimo cumpleaños, y no podía esperar a que el largo invierno pasase. En su tierra, los inviernos ocupan gran parte del año y el de ese año estaba siendo excepcionalmente crudo.

Iniciaron la jornada por una zona boscosa cercana a palacio, junto a las montañas. Kayra conocía al dedillo la zona, pero el frío y la nieve pueden jugar malas pasadas por lo que debían ser cautos.
Para poder cazar mejor, su padre, su séquito personal y ella misma tomaron caminos diferentes y así evitar espantar a las pocas presas que estuviesen sobreviviendo al terrible clima. Para garantizar el bienestar de sus señores, Krël y Kayra llevaban consigo un pequeño cuerno colgado al pecho que emite un agudo y potente sonido cuando es soplado. Todo era silencio gracias a la mullida nieve, por lo que podían estar atentos ante cualquier ruido extraño o señal de auxilio

Tras varias horas de búsqueda infructuosa, Kayra percibió algo que se movía en unos espesos y caducos matorrales cercanos. Sacó una flecha de su carcaj y la colocó en el arco, y tensó mientras avanzaba con extremo cuidado para no espantar a su presa. Los setos se movían cada vez más furiosamente según avanzaba lentamente intentando rodear la zona, tratando de vislumbrar qué era lo que producía ese gran jaleo a pesar de la penumbra que la rodeaba. Entonces lo vio, era blanco y esponjoso como un copo de nieve; estaba enredado en uno de los arbustos, resguardado. Un pequeño lobezno blanco.

“Su madre no andará lejos”, se dijo para sí, por lo que se disponía a alejarse del lugar cuando un desgarrador aullido resonó desde algún rincón cercano de la arbolada. Corrió en su dirección, haciéndose cada vez más nítido el quejoso murmullo, hasta que encontró un gran rastro de sangre en la nieve y unos metros más adelante, en un pequeño claro, un hermoso lobo gris se arrastraba agonizante perdiendo una gran cantidad de sangre. Examinó el lugar y, cuando estuvo segura de que nada amenazador andaba cerca, se aproximó al moribundo animal. Este gruñó nada más verla, pero estaba tan débil que apenas podía moverse. La herida de su costado era grande y lo había desgarrado con una facilidad desconcertante. “¿Qué podía ser tan fuerte y veloz para hacerle algo así a un lobo joven como este?”, pensaba mientras el animal espiraba su último aliento. Fuese lo que fuese, ya nada se podía hacer, además debía volver con el resto si una bestia peligrosa andaba cerca. De pronto se acordó del pequeño lobato, era aún muy pequeño para cazar por sí mismo y moriría de hambre allí solo, por lo que decidió llevárselo a palacio, al menos hasta que fuese lo bastante autosuficiente para vivir en libertad. Sabía que su padre no se negaría, siempre que lo cuidase ella misma.

Cogió al pequeño lobo, a pesar de lo pesado que era para sus endebles brazos, y se encaminó hacia el punto de encuentro que habían acordado. Pasados unos minutos, un ruido sordo sonó a su espalda y antes de que pudiese darse media vuelta para ver de qué se trataba, un duro golpe la lanzó unos metros en el aire hasta chocar contra un árbol. El pequeño cánido también salió catapultado emitiendo un gemido lastimero al chocar contra una roca cercana a la chica. Cuando consiguió ponerse en pie, pudo ver a una gran criatura parda de terrorífico aspecto. Era como un lobo, pero de increíbles dimensiones y de aspecto salvaje, que mostraba amenazantemente sus grandes y afilados dientes. Cuando fue a buscar en su pecho el cuerno de aviso, el pánico se apoderó de ella al ver que lo había extraviado. Sin embargo, no perdió la compostura y cogió su arco, que había caído a sus pies, dispuesta a enfrentarse a la bestia. Buscó a tientas una flecha en su carcaj y descubrió para su horror que este se le había desprendido de la cadera y estaba a varios metros en el suelo, cerca del animal que comenzaba a avanzar lentamente, como si disfrutase del pánico de la pequeña princesa. Kayra no vio otra opción que la de coger al lobato, que gruñía desafiante a la gran bestia, y correr, correr como nunca antes había corrido.

Corrió y corrió hasta que le ardían los músculos y se le embotaba la cabeza por la falta de aire, y, aun con todo, siguió corriendo mientras oía con total claridad cómo la bestia le perseguía bosque a través. Pasaron varios minutos cuando, de repente, ya no era capaz de percibir absolutamente sonido alguno a su alrededor. Había estado tan obcecada en correr con el lobezno a cuestas que no se había dado cuenta que hacía ya un rato que no se escuchaban los pasos que la perseguían. Se detuvo unos instantes para cerciorarse, recuperó el aliento y observó que nada de lo que la rodeaba le era familiar por lo que dedujo que se había adentrado demasiado en el bosque. Se dirigió al hueco de un gran árbol cercano donde pudo refugiarse y descansar tras la frenética huida. Podía sentir cómo la sangre le bombeaba cada parte del cuerpo intensamente y cómo los pulmones se afanaban por llenarse del frío aire para recuperar su actividad normal; poco a poco su ritmo se desaceleró y pudo pensar con claridad. 

Estaba perdida en el bosque, nadie sabía dónde estaba y no tenía el cuerno para darles el aviso y, si se ponía a gritar en busca de auxilio, es probable que esa bestia la encontrase antes que su gente. Todas esas reflexiones fluían velozmente por la mente de la niña mientras el pequeño lobo se acurrucaba tembloroso y gimoteante sobre su regazo. Desprendía un gran calor, cosa que empezó a agradecer pasadas unas horas.

La buscarían, estaba convencida, pero debía mandarles una señal de algún modo; sin embargo, estaba agotada y, con el calor del cachorro y el silencio del lugar, calló rendida en un profundo sueño.

Pasó allí tres largos días sin nada que comer y bebiendo agua de nieve, solo con la compañía de Weibern, como había decidido llamar al pequeño lobo. No se atrevía a salir mucho de su escondrijo temiendo al gran lobo pardo, pero cuando lo hacía, dejaba en diversos puntos de los alrededores señales, flechas que apuntaban en su dirección hechas con rocas y ramas que encontraba. Recordaba lo que su padre le había enseñado, la manera de dejar señales en la naturaleza que todo cazador debía conocer si se encontraba en apuros.

Casi muere congelada.

Estaba perdida, tan perdida como se siente ahora.

Aun así, el frío le gusta. Le recuerda a la expresión de alegría de su padre al encontrarla y a cómo se pasó varios minutos abrazado a ella, llorando de alegría. “Hasta los grandes reyes temen a algo”, piensa al recordar aquello. Fue de las últimas grandes vivencias que tuvo con su padre, antes de que enfermase y muriese cuando ella apenas contaba trece años.



-Sé que pedisteis que no se os molestara, mi señora –dice de repente la voz de Onar, que se ha acercado hasta la roca sobre la que está sentada Kayra pensativa-, ruego me perdonéis, pero os traigo algo de comida. No es gran cosa, pero será mejor que reunamos fuerzas para lo que nos espera mañana –y le acerca un pequeño cuenco de coco con un poco de agua y varias piezas de pescado desecado que les había dado Marjani, la mujer del asentamiento del que venían, envueltos en una tela.

-Gracias –responde ella con una tímida sonrisa-, estáis más que perdonado. Y por favor, llamadme Kayra.

Coge el cuenco y la comida y las pone a sus pies, pero no prueba bocado. Se hace el silencio y, cuando Onar se da media vuelta para regresar con los demás, Kayra le pide que se siente con ella y este, aunque extrañado, accede. Se pasan varios minutos sin emitir palabra, sólo contemplando la inmensidad del firmamento. De pronto Kayra nota que su acompañante tiembla de frío, ha preferido dejarles las mantas al resto, que siguen metros atrás charlando muy animados, y está congelado.

-¿Tenéis frío? –pregunta con voz suave.

-No –le responde el joven con entusiasmo, pero cada vez tiembla más.
Entonces Kayra se quita el gran pañuelo que protege habitualmente su cabeza del ardiente sol, el que él mismo le dio días atrás, y se lo ofrece. Tras varios rechazos y varias insistencias, acaba aceptándolo y el muchacho se envuelve con él.

-Me encanta el frío –dice tras unos minutos Kayra-, aunque supongo que para vosotros es tan poco agradable como para nosotros el calor.

-Se soporta, pero prefiero el calor sin ninguna duda –le responde, y se echa a reír-. Aunque siempre he querido viajar al norte y ver con mis propios ojos la nieve.

-Bueno, no es más que agua muy fría. Seguro que la veréis en el paso helado de Jezdca Marly o en las montañas Doruklana. Estoy deseando estar en terreno montañoso de nuevo.

-Allí seréis vosotros quienes nos enseñéis a sobrevivir a nosotros –dice Onar, y ambos se echan a reír al recordar los sofocos y los desmayos por el intenso calor.

-¿No se os hace extraño todo esto?, colaborar con gente a la que se supone que debéis odiar –pregunta la norteña pasados unos minutos.

-Un poco extraño –responde el muchacho pensativo-. Mas el deber es el deber, y lo más importante para mí ahora mismo es cumplir con esta misión para salvar a mi pueblo- y se hace el silencio de nuevo. Al cabo de unos minutos dice con la voz algo entrecortada:-. ¿Sabéis?, no sois la única que siente que está perdida y que esto le viene grande –y esto la sorprende.

-No creo que el bravo príncipe Onar tema a algo –responde Kayra, pero su tono no es de burla. Lo dice con total convicción-. Sois un hombre valiente y decidido, además, aún no recae sobre vuestra espalda el peso de todo un reino.

-En eso lleváis razón, pero algún día lo hará y tendré que estar a la altura, cosa a la que temo –dice Onar, y por primera vez su voz se torna frágil-. Mi padre es el mejor monarca que ha tenido el reino Knöt y no creo que yo sepa estar a la altura. Hasta entonces podré ser lo libre que quiera, pero algún día llegará mi turno y siento que no estaré a la altura de las expectativas.

-No es tan malo gobernar un reino como creéis, no si tenéis un corazón justo y fuerte. Y unos buenos consejeros –dice Kayra riendo, recordando con cariño a su buen amigo Ahren que tanto la ha ayudado siempre-. Seréis un gran rey. Sólo los grandes líderes luchan por su pueblo sin importarles su propia integridad física; sólo los grandes reyes respetan tanto a su pueblo, que temen decepcionarlo. O al menos eso decía mi padre –y  un aire de melancolía les envuelve haciéndose de nuevo el silencio.

-¿Volvemos con el resto? –dice Onar trascurrido un buen rato.

-Será mejor, ¡tembláis tanto por el frío que vais a acabar desplazando la roca sobre la que estamos! –se mofa Kayra, y ambos bajan del improvisado asiento y vuelven con los demás en busca de calor.


La noche empieza a clarear cuando van apareciendo pequeños grupos de hombres armados de forma escalonada. Todos son de piel azabache y todos se sorprenden, según van llegando al punto de encuentro, ante el aspecto de los níveos Griundels. La compañía se asombra también al ver a tantos y tan variopintos grupos, quedando claro que no todos pertenecen a la tribu de Tafari. Este se aproxima al primero de los grupos que llega y conversa durante un largo rato con ellos, tras el cual vuelve a la comitiva para explicarles que su pueblo se ha puesto en contacto con otras tribus de la zona ante la alarmante situación y que aprovecharán la ocasión para librar a estas tierras de la amenaza azul de una vez por todas. Muchos de los que llegan cuentan que han sido chantajeados y atemorizados por los Noka Wa Möt y que, aunque no son grandes guerreros, se unirán a la causa sin reparos.

Al cabo de casi dos horas, por fin llegan los guerreros de la tribu roja, con Sirham al frente. Van ataviados para la lucha con pecheras de caña, lanzas, arcos y escudos de madera. Tras los saludos correspondientes, los líderes de cada grupo y los miembros de la compañía se reúnen para debatir sobre la estrategia a seguir. Sin duda, siendo tantos, iba a ser una gran contienda.

Según van relatando, la tribu azul ha aumentado considerablemente su tamaño, duplicando a la tribu roja, la tribu que poseía la fama de más próspera y numerosa de aquellas tierras. Sus gentes están bien alimentadas, fuese por sus propios medios o por lo que les sonsacaban a las aldeas cercanas, y sus hombres se preparan mucho físicamente para la caza y la batalla ayudándose de esclavos para la realización de sus labores cotidianas, esclavos que sacrifican sin ningún tipo de miramientos a los antiguos espíritus y de los que luego se alimentan.

La victoria se antoja esquiva, pero no inalcanzable. Por cada uno de los suyos hay tres hombres de la tribu azul adiestrados y bien alimentados, mas, y aunque la mayoría no eran guerreros, no dudan ni por un segundo en luchar hasta el final.

No tienen nada que perder, o eso dicen.

Pasan varias horas planeando la mejor manera de atacar y sufrir el menor número de bajas posible, para lo que idean un plan. Después, se lo explican a todos, les asignan un papel en el mismo y descasan hasta la hora acordada: el ocaso.



16
El sol cae parsimoniosamente mientras todos permanecen a la espera en sus puestos.

Rostam, Onar y Cyra junto con varios arqueros de la tribu roja y algunos hombres del resto de las aldeas al oeste; al este, Argus, Oddur y Kayra con otros pocos arqueros y algunos guerreros de la tribu roja; y Tafari y Sirham con el resto de la tribu roja al sur. La idea es hacer la máxima presión por el sur y dar cobertura desde ambos flancos. Los arqueros se encargarían de dar apoyo en todo momento y de derribar a los que intentasen huir por el norte para lo que están apostados en las zonas más septentrionales de ambos flancos.

Cuando el sol desaparece en el horizonte, se movilizan al fin.

La tribu azul está reunida en el centro de la aldea para celebrar su tradicional rito de ofrenda a los antiguos espíritus.

Una joven está en el centro rodeada de hogueras, desnuda, atada a una gran estaca de madera, y todos bailan y cantan a su alrededor frenéticamente mientras ella forcejea en vano. Su expresión es de auténtico pánico mas no logra emitir ningún grito de auxilio, claro que quién vendría a salvarla. El aspecto de sus captores es de lo más siniestro: están desnudos casi por completo, cubiertos por unos pigmentos azules pálidos y todos están rapados por lo que, a simple vista, cuesta distinguir a hombres de mujeres. Lo único que adorna sus cuerpos son unas espinilleras y unos brazales hechos de caña, además de diversos y coloridos collares.
Están tan absortos en su ritual que no se dan cuenta de que a pocos metros, en la penumbra, les acechan decenas de ojos.

Bailan y beben sin descanso cuando el chaman de la tribu hace acto de presencia y se acerca a la chica, que sigue forcejeando, tratando de librarse de su fatal destino. Este lleva una máscara alargada de múltiples colores que le cubre desde la cabeza hasta el medio vientre dejando sólo a la vista sus ojos. Coge una antorcha, que prende en una de las hogueras cercanas, y se aproxima a la joven que comienza a gritar invadida por el miedo. Cuando está a punto de soltarla sobre el montón de leña seca sobre el que está la chica, una veintena de hombres caen sobre los confiados danzantes y los acuchillan y apuñalan sin piedad. El caos se extiende vertiginosamente mientras muchos más hombres entran en escena y atacan a todo miembro de la tribu azul que ven a su paso. La gente que no se topa con la afilada muerte, grita y corre despavorida siendo entonces las flechas las encargadas de acallar sus voces. La sangre tiñe la arena de forma escandalosa. Poco a poco, el jolgorio va dando paso a un silencio espeso y con aroma a podredumbre.

Unos desatan a la chica de la estaca mientras el resto se va reuniendo en el lugar donde yacen la gran mayoría de los cadáveres. A algunos les choca lo sencillo que ha sido reducir a una tribu de reconocidos guerreros entretanto analizan el lugar, pero no le dan mayor importancia. Habían ganado.

-Bien, registremos a fondo el lugar. Nuestras cosas no deben andar lejos –propone Rostam entretanto termina de limpiar la hoja de su cimitarra.

De pronto, varios hombres emergen de las sombras y se abalanzan sobre ellos. Tafari, Onar, Argus y Rostam son apresados mientras que Oddur, Cyra y Kayra consiguen zafarse con gran agilidad de otros tantos aprovechando la confusión. Lo mismo sucede con el resto de los hombres: muchos son asesinados en el acto, otros tantos apresados y el resto se encuentra sin escapatoria, rodeados, con las armas en alto apuntando a sus atacantes que, sin lugar a dudas por su aspecto, son miembros de la tribu Noka Wa Möt. Ahí, encerrados como ratones, son plenamente conscientes de que han caído de lleno en una trampa.

La elevada tensión del momento es interrumpida de repente por el sonido de unas palmadas. Cuando los que han conseguido zafarse buscan el origen del sonido, descubren que su artífice es un hombre mayor, huesudo, con el pelo largo y canoso (cosa que resalta especialmente en comparación con su bruna piel), ojos lechosos y generosa chepa, al que el resto va abriendo paso. Sonríe maliciosamente mientras se aproxima aplaudiendo. Cuando cesa, uno de los guerreros más jóvenes recoge la máscara del chamán muerto y se la entrega, este se la pone y todos los de la tribu azul emiten un agudo y acompasado grito de euforia. Dice algo en su lengua, algo que hace que los aborígenes que rodean a Kayra, Oddur y Cyra se pongan aún más tensos y eso, aunque no puedan entender ni una palabra de lo dicho, es sin lugar a dudas una mala señal.

El viejo se dirige entonces a Sirham, al que sujetan dos de sus muchachos, y le dice algo en tono sibilante a lo que Sirham responde con dos escuetas palabras y un escupitajo, cosa que ofende al anciano y bien le vale al líder de la tribu roja para ganarse varios puñetazos. Luego se aproxima al lugar donde algunos de sus hombres retienen a Tafari, Onar, Argus y Rostam y, aunque la máscara oculta por completo su rostro, se aprecia cómo se recrea en Argus. Cuando lo ha examinado varias veces de arriba abajo, dice algo que Kayra reconoce, el mismo término que Sirham utilizó para llamarles “hijos del Sol”. Entonces ella repite torpemente el término, acaparando así la atención del anciano que se gira y la observa atentamente en la distancia. Pasados unos segundos, le dice algo que ella no logra comprender. Tafari interviene, se dirige al anciano con voz entrecortada por los tirones que recibe de los hombres que le sujetan para hacerle callar, pero este levanta la mano, dejan de vapulearlo y le permiten hablar con más calma. Pasados unos instantes, el anciano se dirige nuevamente a los que resisten alrededor de las hogueras y esta vez Tafari traduce sus palabras para que Kayra, Cyra y Oddur puedan comprenderle.

-¿De verdad pensabais que los grandes espíritus iban a traicionarnos?, ¿qué iba a ser tan sencillo derrotar a sus más aclamados hijos? –estas palabras crean mucha confusión entre los que resisten, emociones que van desde la ira al más profundo temor-. No sois dignos de disfrutar de los grandes placeres que nos otorgan nuestros ancestros, ¿de verdad creíais que el día que los hijos del Sol llegasen a nuestras tierras el rumbo de las cosas cambiaría? –ríe a carcajadas, y el resto de su gente ríe con él.

>>Seguimos siendo los elegidos por los grandes y sabios espíritus para habitar y dirigir estas tierras. Y ya nos hemos cansado de vuestra debilidad –enuncia maliciosamente el anciano. Se da media vuelta y le dice algo al oído a uno de sus hombres, este asiente y se pierde en la oscuridad. El chamán se recrea en los que han conseguido zafarse y les dice: -Será mejor que bajéis las armas o no sobreviviréis ninguno a esta noche.
Desde la oscuridad regresa el hombre al que susurró antes el anciano. Empuja a una mujer con la cabeza oculta por un ajado saco a la que se aprecia magullada y herida por varias zonas de su enclenque y desnudo cuerpo. Cuando están lo suficientemente cerca de la luz de las hogueras, le quita la capucha y descubre su rostro amoratado e hinchado. Es la mujer del pequeño oasis, Marjani. Solloza y se retuerce por el dolor de los múltiples golpes que ha recibido.

Entonces Kayra siente que le arde la sangre al verla así. A pesar del miedo que tuvo les contó lo que sucedía con los Noka Wa Möt y les ayudó en todo cuanto pudo. Ambas cruzan miradas y a la joven reina se le parte el alma al pensar que todo es culpa suya, que de no haber sido por ellos, no estaría pasando por este calvario. Ahora está claro cómo la tribu azul ha sabido de su llegada y cómo han podido prepararse para hacer que cayesen en la trampa.

El tormento de Marjani no dura mucho. El hombre que la ha traído mira al chaman, que le asiente, y de inmediato se lanza sobre la mujer, la sujeta firmemente por la cabeza y se la gira en un movimiento rápido y brusco durante el cual se percibe un chasquido seco.

Cuando la suelta, Marjani cae sin vida en la arena.



Sin más remedio que obedecer tras lo sucedido, deponen las armas y son tomados prisioneros.

Atados los unos con los otros se encuentran sentados observando cómo varios jóvenes de la tribu azul apilan los cadáveres de sus congéneres mientras echan breves ojeadas de odio y recelo al grupo cautivo.

El nuevo día comienza cuando siguen esperando a que les comuniquen su suerte.

Del grupo van separando a algunos hombres de las tribus aliadas a los que decapitan y desmembran delante del resto, recreándose en el dolor que esto les provoca, para luego disponer las cabezas de los caídos en picas que ponen en su línea de visión. La incertidumbre y el miedo al fatal destino minan a los prisioneros con cada víctima. Tras el ocaso, asan entre bailes de celebración los miembros amputados y los devoran con ansia, lo que les provoca una gran repulsión.

A mediodía del día siguiente, cuando el intenso sol y la deshidratación hacen mella en los prisioneros, dos hombres de la tribu azul se acercan y cortan la cuerda que une a Tafari y Sirham con el resto. Los escoltan a empujones hasta que entran en una gran tienda cercana, la tienda más rica y ornamentada del lugar. A los pocos minutos vuelven a salir los dos escoltas y esta vez se van directos a por Kayra, Oddur y Argus, a los que separan del grupo, y les llevan casi en volandas a la misma tienda.

El ambiente en el interior es denso y oscuro. Un fuerte olor a hierbas aromáticas y mejunjes impregna la lóbrega estancia mareándoles. Tardan unos segundos en acostumbrarse a la escasa luz y vislumbrar que están en un amplio cobertizo presidido por el anciano chamán, ahora sin su máscara. Está sentado junto a una pequeña fogata de llamas verdosas que calientan una olla también de reducido tamaño; la sustancia que en ella se cuece borbotea de forma pastosa y repulsiva. Una vez se adaptan del todo a la oscuridad reinante, ven a sus amigos sentados a un lado del chamán, aún atados y con un guardia a cada lado.

-Sentaos, jóvenes –dice el chamán, a través de las traducciones de Tafari, mientras les invita con un gesto de su mano. Ellos, aunque confusos, obedecen-. Así que vosotros sois los hombres blancos que presagiaban los grandes espíritus, los hijos del Sol.
Les analiza de nuevo, escudriñando cada detalle de su anatomía. Su gesto pasa de la curiosidad a la repulsión en cuestión de segundos. Y prosigue:

-El líder de una de nuestras tribus cercanas dijo que los espíritus le habían hablado y le habían contado que un día llegarían hombres dorados y luminosos que apartarían a las tinieblas de nuestras tierras y restablecerían el orden. Hijos del Sol les llamó. Fue lo último que dijo antes de que le sacrificáramos por impuro.

Lo dice con tal naturalidad que resulta escalofriante, hasta en la voz de Tafari, que se limita a traducir, se percibe más aprensión que en la del anciano chamán.

-El muy necio decía que éramos una plaga que había que erradicar y que el día que los hijos del Sol llegasen a nuestras tierras, obtendríamos lo que nos merecíamos –continua, luego se echa a reír frenéticamente durante unos segundos tras los cuales les mira detenidamente-. Y aquí estáis. De blancos y dorados colores, colores que nunca antes había visto en la piel de ningún otro hombre. Habéis venido aquí, a nuestra casa, a atacarnos. ¿Y qué se supone que debería hacer ahora con vosotros? –pregunta mientras una chispa de maldad se refleja en sus blanquecinos ojos.




17
-Seguimos sin noticias de Aldgar, mi señor –informa un joven caballero Griundel.

-Tiene que haber algún problema –responde Ahren con desasosiego dando vueltas alrededor de la sala.

-Es probable que nuestro enemigo esté interceptado los mensajes que salen de Kanbas, señor.

-Esperemos que así sea, aunque me temo lo peor. 



El anciano habla de torturarles de mil formas diferentes, de hacerles presos de por vida o, peor aún, de beber de su “blanca” sangre para contentar a los espíritus. Con cada comentario que hace, la desazón domina el semblante de los norteños. Sus rostros palidecen, y aunque casi carecen de expresión, no pueden evitar sentir un fuerte escalofrío al oír al cruel chamán. Al cabo de un rato, el anciano se fija en Kayra y en cómo no demuestra signo alguno de miedo. Educada para que en las más desafortunadas situaciones se mantuviese serena por el bien de su pueblo, había despertado así el interés del horrible anciano sin saberlo. El porte imperturbable de Kayra le maravilla.

El chamán la escudriña de cerca entretanto continúa con sus horribles explicaciones. El olor de su aliento es repugnante y sus largos y afilados dedos no dejan de juguetear con los cabellos de la joven.

-Podríamos mataros simplemente y poner vuestras doradas cabezas colgando de picas cerca de nuestra aldea. Así todos verían cuán grandiosa es la tribu azul –dice, mirando a Oddur y Argus. Los hombres de la tribu que se encuentran en la tienda ríen complacidos ante la idea.

“Y tú, mi hermosa bruja, para ti tengo pensado un destino más especial”, susurra al oído de la reina Griundel mientras olisquea sus largos cabellos, gesto que la repugna. Incluso sin entender ni una sola palabra de lo dicho por el anciano, un malestar le recorre todo el cuerpo.

-¡Decidido!, llevad a los hombres fuera y desnudadles. Mutiladles poco a poco, acabarán suplicando por su muerte.

El plan horroriza a Tafari y Sirham que tratan de ponerse en pie y forcejean con sus escoltas vociferando entretanto los hombres de la tribu azul se congratulan con la decisión.

-¡No podéis hacer eso!-grita el líder rojo-. No tenéis corazón. ¡No tenéis honor!

Sin las traducciones de Tafari, los norteños no entienden lo sucedido, pero les basta observar la reacción de sus aliados para ponerse en guardia aprovechando el revuelo, lamentablemente hay demasiados enemigos en la estancia y enseguida les inmovilizan, al igual que a sus compañeros.

-¿Honor?, ¿para qué querer honor cuando tenemos poder?- pregunta el anciano divertido por la situación-. Moriréis todos y el resto de las aldeas nos darán cuanto queramos. No hay mejor lealtad que la que infunde el miedo.

-Llevémosles fuera de una vez y acabemos con esto –sugiere un alto cargo de la tribu azul.

Mas cuando empiezan a tirar de los prisioneros, el chamán detiene a aquellos que sujetan a la joven reina y se le acerca tanto que sus rostros acaban a pocos centímetros el uno del otro.

-A ella no os la llevéis, tengo otros planes para esta bruja –dice el perverso anciano agarrándole el rostro, a lo que Kayra responde con un brusco movimiento con el que logra liberarse de sus garras-. Luchad cuánto queráis, hija del sol, pero seréis mía hasta el fin de vuestros días.

-¿Qué queréis decir? –le pregunta otro de sus hombres.

-Que me desposaré con ella, a ver quién osa volver a presagiar nuestra perdición –contesta con regocijo.

En contra de lo que esperaba el chamán, varios comentarios en tono de protesta surgen de entre los miembros de la tribu azul allí presentes. Hablan subiendo el volumen cada vez más y aumentando con ello el tono airado de sus comentarios. No están de acuerdo en dejar a alguno de los llamados “hijos del Sol” con vida ni tampoco al resto de los asaltantes; tachan al chamán de dejarse hechizar por la bruja de dorados cabellos. La discusión se vuelve más intensa cuando el acusado habla para defenderse. Los gestos de desacuerdo, acusaciones de traición y descontento se alargan hasta bien entrada la tarde.



La discusión llega a su fin cuando media docena de encapuchados irrumpen bruscamente en la tienda.

Con el escándalo que habían montado, ninguno se había percatado de que en el exterior un pequeño grupo de asaltantes se ayudaba de la calma de la noche y de su confiado sentido de la victoria para irrumpir en la aldea. Cuando se hace el silencio dentro de la tienda, se oye con total claridad cómo en el exterior pelean y mueren hombres entre gritos agónicos.

Los misteriosos asaltantes mantienen sus armas en alto amenazando a los sorprendidos miembros de la tribu azul que, tras varios minutos de tensión en los que espadas en mano no saben cómo reaccionar, se resignan y las sueltan lentamente arrojándolas a los pies de quien les ha dado orden de hacerlo. Acto seguido, se desprenden de los norteños a los que continuaban sujetando, y alzan sus indefensas manos con contenidos rostros de desprecio.
Una vez desarmados, los intrusos les atan de pies y manos entretanto dos de ellos forcejean y finalmente sacan a rastras al chamán fuera de la tienda.

Aún confusos, Kayra, Oddur, Argus, Sirham y Tafari asimilan perplejos lo que acaba de suceder y se cuestionan cómo este giro en los acontecimientos afectará a su suerte, temiendo por sus vidas, cuando el encapuchado que ordenó la deposición de las armas se acerca a Tafari, al que le dice algo que le confunde, y acto seguido se descubre el rostro. Resulta ser una mujer bella, de piel bruna y tatuajes faciales rojizos, con cabellos oscuros recogidos en múltiples trenzas que dibujan la forma de su cabeza; sus ojos son de un intenso color verde y sonríe abiertamente ante la cara de asombro del desconcertado Tafari.

-¡Alika! –grita este de alegría e intenta abrazarla con sus atadas manos.



Cuando han conseguido reducir al enemigo, ven cómo sacan a rastras de la cabaña al viejo chamán azul retorciéndose y maldiciendo iracundo. Y Onar lo observa divertido.

Hasta hace unos minutos pensaba que iban a morir y que lo harían de la peor forma posible. Ahora, gracias a estos misteriosos encapuchados, eran libres de nuevo y tenían el control de la situación. Entonces todos salen de la choza, incluidos los recién apresados Nokas, y los encapuchados de fuera, viendo a Alika descubierta, se destapan los rostros al fin. Son una docena de hombres y mujeres de la misma raza que Tafari, con adornos faciales diversos: desde tatuajes de diferentes colores y formas, a anillas y ornamentos que dilatan ciertas zonas de sus pieles.

Ayudan a los supervivientes a reducir y a atar a los miembros de la tribu azul que quedan con vida y los disponen a todos en el centro de la aldea, donde se celebran los rituales y sacrificios. Allí llevan también al chamán, que continúa maldiciéndoles.

-¿Cómo habéis sabido que estábamos aquí? –le pregunta Tafari a Alika.

-Volvimos a la aldea para reponer suministros y descansar unos días, cuando vimos que faltaban demasiados hombres. Hablamos con las mujeres de la tribu y tu madre, Makeda, nos dijo que se habían reunido con gente de otras tribus para enfrentarse a los Noka Wa Möt, que andan extorsionando a varias tribus de la zona. Que tú estabas con ellos en esto. Así que decidimos venir a ayudar y, por lo que puedo ver, hicimos bien en venir –responde terminando con aire de mofa.

-No podríamos estaros más agradecidos –dice Onar mientras se acerca a ambos-. De no haber sido por vuestra ayuda ahora mismo seríamos carne de sacrificio.

-Lo que sea por mi primo y sus amigos –le responde ella sonriente, y Onar le devuelve una tímida sonrisa.

-No íbamos a dejar que le hiciesen nada a nuestro primo favorito –interrumpe una voz que se aproxima. Se trata de Kanot, primo de Tafari, de lo que no cabe duda debido a su enorme parecido físico; lo único en que difieren ambos es que Kanot también tiene los ojos de un intenso color verde, como su hermana Alika. Los primos se saludan efusivamente y comentan ciertas cosas que les hacen echarse a reír reiteradas veces.

-Y bien, ¿qué hacemos ahora con ellos? –pregunta al cabo de un rato uno de los jóvenes de las tribus cercanas  dejando al último de los de la tribu azul en la zona de rituales. El resto se mira preguntándose lo mismo, todos esperan que Sirham, alguno de la compañía o alguno de los recién llegados les diga qué hacer.

-Deberíamos matarles, sacrificarles a los espíritus como harían ellos con nosotros –dice otro joven con marcado desprecio, y algunos aprueban la idea.

-¿Y en qué nos diferenciaríamos de ellos? –repone Sirham-. No contentaríamos a los antiguos espíritus derramando más sangre. No somos salvajes como ellos.

Las palabras del líder rojo hacen que muchos se avergüencen de haber deseado la muerte de los prisioneros, mientras que otros tantos asienten y le dan la razón. El problema es que no alcanzan una solución que contente a todos.

Tras mucho discutir, llegan a la conclusión de que dejarán libres a los supervivientes azules, no así al chamán.

-Les llevaremos cerca de las montañas, sin armas, sólo con algo de agua y comida –explica Alika, artífice de la idea-. Irán con los ojos y oídos vendados para que no encuentren nunca el camino de regreso, y les dejaremos allí a su suerte, a la suerte que los sabios espíritus les aguarden. Si han de morir, será el desierto quien se encargue de ello –sentencia. Y todos parecen estar conformes con el plan.

-En cuanto al anciano –prosigue Sirham-, será castigado y condenado a muerte por sus bien conocidos actos de crueldad y por la utilización de artes oscuras. Será ejecutado al alba –y nadie discute la condena.


Dan sepultura a los caídos en combate hasta la caída del sol, tanto a los suyos como a los de la tribu azul. Es costumbre en sus tierras dar un digno sepelio incluso a los enemigos.

De pie frente a la improvisada tumba de Marjani, Kayra se mantiene estática. Apesadumbrada por la desgracia a la que habían conducido a aquella pobre mujer, y casi con total seguridad a sus jóvenes hijos, no puede sino mantener fija su vista en aquel montón de tierra bajo el que yace su cuerpo sin vida. Clava las rodillas en la arena y se dispone a dibujar algo con el dedo bajo la atenta mirada de Tafari y Onar. Tras varios segundos y unos cuantos trazos firmes, el resultado es una simple figura que intriga a los curiosos.

-Es el símbolo de los dioses –comenta Oddur viendo el interés que aquel ritual está despertando en Onar y Tafari-. Simboliza la unión entre la tierra, los dioses y el hombre. Es típico en nuestra cultura utilizarlo para desear un buen descanso a los caídos.

Y allí, aún de rodillas, la reina Griundel alza un puño repleto de arena que deja escurrir entre los dedos y una vez vacío, sobre el dorso, se da un dulce beso para acabar posando nuevamente la misma mano sobre el montículo mortuorio.

-Adiós, amiga, nos veremos en el otro lado –susurra.



Durante la noche conversan entre ellos. Kanot y Alika explican a la compañía que son un grupo de mercenarios nómadas que se mueve por el vasto desierto. Van de aquí para allá ayudando a las tribus y aldeas de la zona por un módico precio. Son cazadores y guerreros que prefirieron servir al bienestar de sus gentes y vivir aventuras a quedarse confinados en sus tranquilas aldeas.

La noche se les pasa volando entre recuerdos y anécdotas.

Cuando el día rompe, desatan al viejo chamán y le postran de rodillas delante del resto de su gente mientras éste recita en voz baja una serie de rezos. La hoja de Sirham cae cercenándole la cabeza que rueda un par de metros en la arena. Después, vendan los ojos y taponan los oídos de los prisioneros según lo acordado, les dan pequeños sacos con algo de agua y comida y los atan por parejas.

Como el lugar acordado para dejar a los hombres azules a su suerte entra en la ruta de la compañía, enganchan una pareja a cada montura, ya listas con sus alforjas; a la improvisada escolta se unen Kanot y Alika quienes también enganchan cada uno una pareja de prisioneros a sus monturas.


Y, tras despedirse de todos, de gentes que probablemente nunca más vuelvan a ver, parten hacia las montañas Doruklana mientras la aldea azul se consume entre las llamas para que no quede nada con qué poder recordar a la temible tribu.

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