miércoles, 14 de mayo de 2014

3. Interludio

18
Caminan por el desierto durante horas, a paso lento. Charlan entre ellos animadamente recuperando la alegría que habían perdido con el entramado de la tribu azul, aun cuando todavía cargan con los invidentes prisioneros a cuestas. Alika y Kayra hablan sobre sus experiencias; como mujer en estas tierras, a Kayra le asombra lo bien aceptada que está la palabra de la joven y, gracias a que Alika chapurrea la lengua común, pueden conversar durante la caminata.

Le habla de cómo tuvo que ganarse poco a poco el respeto de los hombres, cómo siendo una gran cazadora tuvo que dedicarse a las labores del hogar cuando alcanzó la menarquía y cómo su padre, Sirham, acabó cediendo a reconocerla como a un guerrero más cuando, con tan solo doce años, se escapó con su hermano y un grupo de jóvenes cazadores a una expedición en la cual acabó salvando la vida de varios de ellos.

Estaban cazando, agazapados entre los escasos matorrales para coger desprevenidos a los antílopes, animales  asustadizos y veloces capaces de huir con gran celeridad si se sienten amenazados. Tres de ellos se lanzaron a por las escurridizas bestias cuchillo en mano, y el resto se quedó aguardando expectante. Los muchachos se movían con sigilo entre los despreocupados animales, que bufaban y se libraban de las molestas moscas, sin siquiera reparar en ellos.

De repente, se produjo una desenfrenada estampida.

Un reducido grupo de enormes hienas moteadas apareció aullando alegremente mientras se lanzaban tras los indefensos antílopes, y los chicos se vieron rodeados por las cornúpetas bestias que corrían asustadas, tropezando en reiteradas ocasiones con sus enjutos cuerpos, embistiéndoles y atropellándoles.

Uno de los chicos, el más pequeño, cayó aplastado tras un mal golpe y le perdieron de vista; los otros dos seguían en medio del tumulto intentando salvar sus vidas. Uno de ellos consiguió llegar a una alta roca cercana a la que subió ágilmente. Gritó a su compañero para guiarle hasta su improvisado refugio y este intentó con todas sus fuerzas alcanzarle. Entretanto, los que esperaban tras los matorrales disparaban flechas y lanzaban piedras contra antílopes y hienas con escaso éxito.

Cuando ambos estaban encima de la roca, comenzaron a calmarse los ánimos. Habían corrido un gran riesgo de morir aplastados, pero ahora estaban a salvo de embestidas y pisotones.
El flujo de animales era constante aunque poco a poco iba disminuyendo. Mas, de pronto, Alika vio cómo un par de hienas, las de mayor tamaño del grupo, desviaban su atención hacia los indefensos chicos. Eran presa fácil allí subidos y solo Alika vio venir la desgracia.

Entonces, una flecha salió rauda y certera desde su arco y, entrando por la cuenca del ojo de su objetivo, le atravesó la cabeza. La hiena, que estaba en el aire en pleno salto a la roca, cayó pesadamente y se perdió entre los restos de la estampida. La chica preparó tan rápido como pudo otra flecha y buscó a su segundo objetivo, pero no fue capaz de localizarlo. Aguardó unos instantes con la cuerda tensa mientras escudriñaba la escena en su busca, cuando algo la golpeó fuertemente y la lanzó por los aires.

La bestia la había embestido por sorpresa y ahora se encontraba entre Kanot y los otros dos chicos que estaban con él. Estos se vieron obligados a plantar cara al animal: una gigantesca hiena, más pesada que todos los muchachos juntos, aullaba suavemente con agudas risotadas como si le divirtiese de la situación. Al unísono, los chicos se lanzaron a por el animal que, de un zarpazo, se quitó de encima fácilmente a uno de ellos, a otro le mordió con fuerza a la altura de la pantorrilla, arrancándole un buen trozo de esta, y Kanot acabó, de modo alguno, en el suelo bajo las grandes zarpas de la bestia. Lo olisqueó con vehemencia y varias gotas de sanguinolenta saliva cayeron sobre la cara del asustado muchacho. Cuando abrió la boca enseñando sus afilados dientes, Kanot cerró los ojos esperando el trágico final. Entonces, la criatura cayó en peso sobre él, pero, para sorpresa del chico, cayó sin vida.

Un puñal relucía en la ahora abierta garganta de la hiena de la que manaba la sangre a borbotones.

Al fin, la estampida cesó y, tras curar y remendar como bien pudieron sus heridas, volvieron a casa con la cabeza de la gigantesca hiena a cuestas como trofeo.
Los chicos contaron la historia a Sirham, la historia de cómo Alika salvó sus vidas y demostró tener un gran valor y entereza, dignos de cualquier gran guerrero. Así se ganó el respeto de su padre y de toda su gente. Así fue como ganó el privilegio de que su voz se oyese en un mundo donde solo los hombres tienen derecho a pronunciarse.

Su mundo.



-Un grupo pequeño se acerca por el noreste, señor.

-¿Un grupo de reconocimiento? –pregunta con desgana Erol.

-No estamos seguros, pero el vigía que los avistó dice que sus ropas no son las habituales, que son de tonos azulados –responde dubitativo el soldado.

-¡Norteños!, traerán noticias desde su reino –exclama con renovado interés el viejo general incorporándose en su sillón-. ¡Mandad unos cuantos jinetes para que les escolten hasta la fortaleza y avisad al consejero Ahren de inmediato!

-¡A la orden, señor!



Una vez cruzan las puertas de la gran muralla que envuelve a la hermosa Kanbas, se permiten respirar tranquilos por primera vez en días.

El grupo es pequeño, de unos veinte hombres bien armados, y se aprecia a simple vista que han estado inmersos en una cruenta lucha. Armaduras rayadas y melladas espadas, ropajes ajironados y llamativas manchas sanguinolentas en sus ajados cuerpos deslucen por completo el siempre inmaculado aspecto de los Griundels. Numerosas son las manos Knöts que se prestan para asistir a los maltrechos soldados y cuidar de sus extenuadas monturas. De entre el gentío surge el consejero real Ahren, que se dirige con paso firme hacia el capitán de la mermada caballería.

-Sed bienvenidos, valientes soldados –dice el consejero, mientras el capitán desmonta de su caballo-. Imagino lo duro que ha sido vuestro viaje, pero es necesario que informéis cuanto antes de lo que os ha traído aquí, a Kanbas, en estas lamentables condiciones.

El guerrero se quita el mugriento yelmo en forma de cabeza de lobo, distintivo de alto rango, y descubre su rostro. A primera vista nadie en la fortaleza se había percatado de que quien dirigía la caballería no era un hombre, como todos suponían, sino que se trata de una mujer. Al verla, muchos de los Knöts presentes en el improvisado recibidor no pueden ocultar su sorpresa.

Su aspecto es fuerte y sano a pesar de las heridas: con cabellos lisos y pajizos cortados siguiendo la línea del mentón, piel increíblemente blanca e intensos ojos color azul pálido que le otorgan un aspecto gélido e imponente.

-Venimos desde Skórgull, fuerte del suroeste –responde la joven soldado-. Mi nombre es Audris, capitana de la guardia, y traigo malas noticias, mi señor. Fuimos asediados durante dos días por un extraño ejército de criaturas llegadas desde el mismísimo infierno. Resistimos cuanto pudimos, pero nos superaban en número. Además, estaban bajo algún tipo de protección maléfica. Jamás había visto cosa parecida. Ha sido casi un milagro que hayamos escapado de allí con vida –dice con la voz entrecortada por la emoción.

-Tranquilizaos, aquí estáis a salvo. Vayamos dentro, será mejor que comáis algo y os curéis las heridas. Hablaremos cuando estéis más calmada –le propone Ahren viendo la expresión de pánico y agotamiento de Audris y sus compatriotas-. ¡Buen trabajo capitana!, ¡buen trabajo soldados!



Unos nerviosos pasos recorren la sala sin cesar. Pasos inquietos que resuenan con fuerza ya que su única compañía es el denso silencio de la noche. Pasos que solo se detienen por breves momentos mientras su artífice se recrea en el gran mapa que ocupa la mesa central. De pronto, una de las pesadas puertas se abre y una tullida Audris aparece tras ella, cierra tras de sí y marcha directa hacia donde un angustiado Ahren da vueltas sin descanso, inquieto.

-¿Queríais verme, señor?

-Sí –responde el consejero sorprendido al no haberse percatado de la entrada de la joven. Le invita con un gesto a que tome asiento-, necesito que me expliquéis con mayor detalle lo sucedido en Skórgull.

-Bueno, como ya os conté antes, mi señor, hace apenas una semana nos vimos rodeados por un extraño y siniestro ejército oscuro como la noche. No sabemos de dónde vinieron, ni advertimos su llegada, pero allí estaban: rodeándonos y casi triplicándonos en número. Doblamos las defensas, nos atrincheramos ante lo indescriptible y enviamos mensajes urgentes a Aldgar y al resto de ciudades de Andor pidiendo ayuda y alertando sobre esos extraños invasores. Soportamos sus ataques durante dos largos días –continúa la joven-. Las bajas fueron cada vez más y más numerosas, y parecía que por más que hiciéramos, no éramos capaces de diezmar ni un ápice sus filas. Les derribábamos, pero una y otra vez volvían a ponerse en pie.

>>Aquello no eran hombres, mi señor, eran demonios; fantasmas que no dejaban de regresar de entre los muertos –recuerda, mientras los recuerdos la sumergen en una especie de estado catatónico.

-¿Obtuvisteis alguna respuesta? –pregunta Ahren pasados unos segundos de silencio.

-Ni una sola. Pensamos que el enemigo habría interceptado nuestras comunicaciones con el exterior.

-Eso es lo que he pensado yo también hasta ahora. He mandado varios mensajes al reino explicando la situación y solicitando ayuda y no ha habido respuesta alguna. Algo grave pasa en Andor, y espero equivocarme, pero si el ejército Martu llegó con tanta violencia como decís, me temo lo peor.

-Después de lo que vi, yo también lo haría, señor. Esos hombres, si así se les puede llamar, no eran nada comparado con las monstruosas criaturas que estaban bajo sus órdenes: lobos de varios metros de alto y afiladas garras de acero, lagartos gigantes con aguijones y supurantes ampollas ácidas por todo el cuerpo, gigantes de varias cabezas... El infierno en la tierra –dice Audris afectada tras evocar las siniestras imágenes de aquellas criaturas- Vinimos a tierras de Messut con la esperanza de encontrar aliados aquí; de encontrar a la reina Kayra; de pedir ayuda a los Knöts. Estábamos desesperados.

-Espero que al menos nuestra señora y su compañía puedan cumplir lo más prestamente posible con su misión o temo que pronto no quede nada por lo que luchar –mal augura el consejero.




19
-Podríamos dejarlos aquí, estamos bastante lejos ya de vuestras tierras y con la poca agua que llevan no se podrían permitir regresar. Suponiendo que encontrasen el camino de vuelta.

Han cruzando el desierto durante un día y una noche. Por el camino se han ido encontrando varios poblados pequeños, mas sus sorprendidos habitantes se limitaban a observar cómo la compañía cruzaba sus tierras. Todos reconocían a simple vista a los rehenes, y algún que otro lugareño se arrancaba en risotadas o jubilosos vítores.

Con la silueta de las montañas Doruklana nuevamente ondulante en el horizonte, Onar detiene a la compañía para liberar al fin a los rehenes de la tribu azul. Todos están de acuerdo en dejarles allí ya que de continuar, los presos podrían morir insolados o de agotamiento; además, con las montañas tan cerca no les convenía seguir cargando con tanto lastre, por lo que les destapan los oídos y los desatan.

-Si valoráis vuestra vida, no regresaréis jamás a nuestras tierras –les dice Tafari en su lengua, entretanto corta la última cuerda que les une a los caballos-. Hemos sido benévolos, no hagáis que nos arrepintamos de ello. Sois libres y vuestra suerte ahora pertenece al desierto.

Uno de los hombres azules se lleva las manos al vendaje que todavía le impide ver, pero Onar se las sujeta, deteniéndole, y dice en voz alta para que todos le oigan-: Ni se os ocurra destaparos los ojos todavía. Os vigilaremos mientras nos alejamos y si vemos que alguno realiza algún movimiento sospechoso, no dudaremos  en volver para mataros. ¿Entendido? Yo que vosotros, no tentaría más a la suerte.

Los miembros de la tribu azul asienten y permanecen quietos mientras la compañía se aleja a paso ligero.

-Os acompañaremos hasta los lindes del bosque más próximo a las montañas, si no os es molestia. No voy a dejar que le pase nada a mi medroso primo –dice con marcado acento Kanot entre risotadas. Tafari se torna rojo y contiene una soez respuesta apretando los labios y Kanot, que percibe el disgusto de Tafari, se aproxima con su caballo hasta poder tocar el hombro de su primo; este relaja así su expresión hasta acabar riendo junto con su primo.

-Será un placer que nos acompañéis el tiempo que gustéis –responde gentil Kayra.



El aire va siendo menos cálido a medida que avanzan, algo que reconforta a los norteños. El paisaje cambia una vez más de forma gradual apareciendo más vegetación y pudiéndose vislumbrar mayor número de especies animales. Los colores pasan del pálido amarillo, al más intenso y fresco verde. La primavera roza su fin dando paso a un fresco y apacible verano, una nota amable frente a la odisea que aún les espera. Durante el recorrido, van planeando la estrategia a seguir hasta llegar a tierras de Maeva. Discuten de los impedimentos de tener que cruzar por esa zona desolada con fama de estar habitada por los fantasmas de aquellos que allí perecieron, del peligro y mal augurio que sienten solo de pensar en pasar cerca del oscuro mar de Goi,  y de las dificultades de llegar al templo de las montañas de Helos si el enemigo les cortase el camino más factible. Entre tanta discusión, acaban contándoles a Kanot y Alika su misión, el origen de esta y su finalidad, y Alika demuestra un gran interés en los detalles.



La compañía mira esperanzada el espeso bosque que se avecina, donde podrán tener agua y alimento en abundancia frente a las penurias y el excesivo racionamiento sufrido en sus días en el desierto. Esperanzados a la vez que inquietos, pues desconocen qué les deparará ese denso manto verde.

-Gracias por todo –dice Tafari a sus primos mientras se funden en un emotivo abrazo.

-No vamos a permitir que nada te suceda, primo, ni a ti ni a nadie que te acompañe en tu camino –responde Alika-. Ojalá pudiésemos hacer más.

-Ya habéis hecho más que suficiente –le agradece Tafari.

-Bueno, es hora de volver –comenta Kanot-. Debemos ayudar a reconstruir algunas de las aldeas que asoló la tribu azul –da unas palmadas en la espalda de Tafari y, mirando al resto, realiza una leve reverencia como muestra de respeto.

-Estamos en deuda con vosotros y vuestra gente –dice Kayra, correspondiendo a la reverencia del muchacho-. Si se me permite hablar en nombre de todos, quisiera deciros que os estamos eternamente agradecidos y que, si nuestra empresa llega finalmente a buen puerto, seréis recompensados. No olvidaremos vuestra ayuda.

-No es necesario, mi señora –repone con gentileza Kanot-, nos bastará con que hagáis que nuestro esfuerzo por manteneros con vida no haya sido en vano y cumpláis vuestro ansiado objetivo.

-Seréis siempre bien recibidos en nuestras tierras –dice al fin Alika.

Ha estado muy callada desde hace horas, pensativa, y no parece especialmente satisfecha ni aliviada con la idea de separarse del pequeño grupo.

-Vosotros también seréis bienvenidos en nuestros reinos –comenta Onar.

Los hermanos se despiden del grupo e inician el camino de regreso a casa. Entre ellos conversan mientras se alejan y sus tonos y gestos se acaloran a medida que avanza la discusión. Cuando apenas se les aprecia en el horizonte, la compañía se dispone a seguir su camino. De pronto, se oyen gritos en la lejanía y la silueta de uno de los jinetes se hace más y más grande. La voz de Alika se oye cada vez con más nitidez mientras grita: “¡Esperad!” Oddur es el primero en darse cuenta de la frenética carrera de la joven por lo que pide al grupo un alto. “Ha sucedido algo”, piensa preocupado. Cuando les alcanza de nuevo, una enorme sonrisa ocupa su otrora serio rostro.

-¿Qué sucede, Alika? –pregunta Tafari alarmado a pesar del rostro de felicidad de su prima.

-¡Iré con vosotros! –anuncia con entusiasmo la joven- , nada me espera allí y quiero ayudar en lo que pueda. Si me lo permitís, claro.

-¡Es demasiado peligroso!, vuelve con tu hermano a casa, allí podrás ayudar a mucha gente desvalida que te necesita –protesta el hombre del desierto.

-Kanot y los demás podrán ocuparse de ello –repone esta; y ante la expresión de negativa de su primo, prosigue-: Sabes que no me necesitan allí, que siempre he sentido que haría algo importante por los demás. Déjame ayudaros a salvar a toda la gente que os espera.

Y tras un gran rato de argumentos y contraargumentos, Tafari accede a regañadientes a la petición de su querida prima.




20
En la sala del trono de Kanbas, Taerkan preside una tensa reunión.

-Las arremetidas del ejército Martu están siendo cada vez más intensas. Bahti y Maleen están ya en las últimas. Cada vez les es más arduo el contenerles –dice el general Erol con angustia-. De seguir así, me temo que no podrán resistir mucho más.

-Así es, mi señor –confirma Alker-. Los soldados luchan y el pueblo se refugia en el fuerte de la ciudad, pero las bajas son acusadas y los alimentos comienzan a escasear.

-Parte de mi ejército podría asistir a la ciudad más cercana –propone Valerio.

-Es demasiado arriesgado –interrumpe Erol con aire severo-. Necesitamos a todos los soldados disponibles aquí, en Kanbas. Hasta ahora los ataques han sido meras tácticas de reconocimiento, mas si Bahti y Maleen finalmente caen, no tardaran en intentar asediarnos.

-¿Qué se sabe de Azad? –pregunta Taerkan.

-No he recibido noticia alguna aún, mi señor –responde Kihva con pesar.

-¿Y del reino Griundel? –pregunta una vez más el monarca Knöt.

-Lamentablemente seguimos sin noticias, señor. Sólo sabemos que una de nuestras ciudades ha caído a manos de nuestro enemigo, pero no conseguimos contactar con palacio. Temo que el reino esté bajo el yugo Martu.

La situación es cada vez más preocupante. Tras varios minutos de reflexión, Taerkan finalmente interviene.

-Sólo podemos hacer una cosa: esperar –interrumpe lacónico -. Esperar a que mi hijo y la reina Kayra cumplan con su parte. Nosotros cumpliremos con la nuestra, resistiremos cuanto sea posible en Kanbas. Será mejor que recéis a quien debáis para permitirnos aguantar el mayor tiempo posible aquí.


El bosque se extiende hasta dónde alcanza la vista, bajo y espeso. Las montañas se mezclan con la vegetación con aspecto altivo y escarpado. Cuando la flora del lugar se hace más evidente, se ven obligados a avanzar a pie guiando a las monturas que aún cargan con la mayor parte del equipaje. Avanzan lentamente pero sin descanso hasta que la noche les alcanza y se ven obligados a acampar. Si de día las copas de los árboles bloquean la mayor parte de la luz del sol, de noche la visibilidad es casi nula. El frío nocturno tampoco alienta a los jóvenes viajeros, por lo que deciden asentar el campamento próximo a un riachuelo joven por el que corre un agua fresca y cristalina.

Montan las tiendas, acomodan a los caballos y se reparten algunos víveres. Aunque la comida escasea, no desesperan puesto que durante la caminata por el bosque han avistado gran número de pequeños roedores silvestres, plantas comestibles y agua en abundancia.
Después de la cena, acuerdan hacer turnos de vigilancia. Argus y Rostam son los primeros en montar guardia mientras que los demás tratan de descansar.

La noche es silenciosa, silencio que sólo se interrumpe por el cantar de los grillos y el ulular de una suave brisa entre las hojas de los árboles. Los vigilantes apenas cruzan palabra hasta que se agota su turno y son sustituidos por Onar y Oddur.

Cuando pasa alrededor de una hora de una tranquila guardia, Onar oye un rumor a pocos metros de distancia, y se dirige lentamente hacia el murmullo, que se torna en chapoteo. Cuando está lo suficientemente cerca, agudiza la vista y logra ver el destello del agua y en ella a dos figuras que se sumergen y nadan en un pequeño remanso del riachuelo. Pasados unos instantes, consigue identificar las siluetas; se trata de Cyra y Kayra.

No era un secreto para Onar el enjuto cuerpo de Cyra: la había recogido en la calle, casi desnuda, robando y ofreciendo su cuerpo por unas míseras monedas; sin embargo, el simple hecho de pensar en Kayra, mujer de alta cuna, desnuda, le ruboriza e intriga. Quiere apartar los ojos de aquella ilusión, pero a la vez siente una curiosidad tal que le nubla el juicio. Es una imagen hermosa, pues gracias a la falta de luz, sus desnudos cuerpos no son más que sombras difuminadas por el agua.

-Son hermosas, ¿no es cierto? –dice de pronto la voz de Oddur, que entra en escena a espaldas del joven príncipe que, abochornado, se queda sin respuestas-. No deberíamos estar aquí, viendo esto.

-No –contesta al fin con la mirada aún fija en las sombras, y tras una breve pausa continúa:- Por supuesto que no.

-Pero es difícil resistirse, ¿no creéis? Todo el reino es consciente de que nuestra señora es bien hermosa, y todo el mundo se pregunta por qué sigue sin desposarse con algún noble o miembro de la realeza. Por preguntarnos, nos preguntamos hasta por qué no se le conoce amante alguno. Un misterio viendo tal belleza.

-Sois un tanto osado hablando así de vuestra señora, ¿no creéis? –repone Onar algo indignado por el tono del joven cazador.

-No menos que vos, que seguís sin apartar la mirada de tan delicioso espejismo –le contesta, y Onar se da cuenta enseguida de que Oddur hace rato que le observa molesto, que observa cómo él es incapaz de apartar la vista ni por un segundo de la escena. Entonces ambos cruzan miradas desafiantes, y Oddur prosigue:-Por menos en nuestro reino seríais ejecutado, mi buen señor. Espero que algo así no se vuelva a repetir –Onar hace una leve mueca de arrepentimiento y ambos se alejan silenciosamente del lugar.



Pasan así dos días, caminando con dificultad por la enrevesada maleza, cuando las provisiones se agotan al fin, por lo que deciden aprovechar para cazar algo. Por ello se dividen, para así cubrir más terreno. Oddur y Cyra toman un camino, mientras que Onar, Alika y Kayra toman otro dejando al cuidado de las monturas al resto.

La cacería no les ha ido nada mal. Para cuando vuelven al punto de encuentro llevan varias liebres, diversas perdices y algunas ardillas, además de algunas plantas medicinales y otras tantas comestibles que Oddur ha ido recolectando durante la sesión. A falta de unos metros del claro en que esperan Rostam, Tafari y Argus, una flecha pasa rauda rozando la oreja de Onar y se clava en un árbol a pocos centímetros de la cara de Kayra que se detiene en seco y carga automáticamente una flecha en su arco, se gira en la dirección en la que ha venido la flecha y tensa la cuerda. No ve nada al principio, sólo nota cómo sus acompañantes desenvainan sus espadas, pero al momento percibe movimiento a lo lejos, oye un sonido que le es familiar y se agacha para acabar esquivando otra flecha. Alika corre entonces los pocos metros que les separan del resto de la compañía en busca de ayuda.

Onar y Kayra siguen alerta, buscando a su invisible atacante, ajenos a lo que sucede con el resto.

-Lo buscaré, quedaos aquí –susurra Onar.

-Yo os cubro –responde ella, y el muchacho lo aprueba con un leve gesto.

Los segundos se vuelven eternos y, aunque el tiempo pasa, Kayra tiene la extraña sensación de que el mundo se ha detenido. Sigue atenta con su flecha lista en el arco, flecha que espera ser enviada a algún enemigo. Finalmente percibe movimiento pocos metros más adelante, donde cree ver una silueta, y dispara en su dirección. El lastimero quejido de un hombre le hace saber que ha acertado y rápidamente se lanza a su encuentro. En el suelo, un muchacho de unos quince años se retuerce de dolor mientras sujeta la flecha incrustada en su hombro izquierdo. Cuando la ve acercarse a él con otra flecha lista en su arco, empieza a lloriquear.

-No, por favor, no me matéis. Por favor.

-¡Habláis la lengua común!, mejor, así podréis decirme por qué motivo nos habéis atacado y por qué no debería mataros ahora mismo –dice Kayra fríamente mientras le aleja con un puntapié la daga que intentaba asir segundos antes.

-Buscamos comida, eso es todo, por favor –responde el chico suplicante.

-¿Buscamos? –dice en voz alta Kayra al caer en la cuenta de que es posible que haya más asaltantes cerca, cuando, acto seguido, siente el frío tacto del acero en su cuello.

-Será mejor que soltéis ese arco, preciosidad, o me veré obligado a deformar ese bello rostro vuestro –dice la voz de aquel que ahora amenaza a la joven reina. Kayra se mantiene inmóvil, por lo que el asaltante insiste -: ¡No seáis más testaruda y soltad las armas!

-¡Mátala! –grita el chico que aún se retuerce de dolor-, ¡mátala! Nos quedaremos con sus cosas; los demás ya nos estarán esperando.

-Sí, ¿por qué no? –le responde el otro asaltante con tono divertido, de pronto se oye el silbido de algo que se mueve a gran velocidad y, tras este, un golpe seco. La hoja que cruza la garganta de Kayra cae desplomada y con ella su portador, tras el que aparece Onar que desincrusta la hoja del hacha de su espalda y se dirige decidido hacia el maltrecho joven del suelo.

-No, por favor, señor, piedad –lloriquea.

-¿La misma que ibais a tener con ella? –le responde, y acto seguido le da una patada en el estómago.
-No… -balbucea el chico-. Tened misericordia.

-¿Cuántos sois?, ¿y qué andáis buscando? ¡Contesta, miserable rata! –ordena mientras le arrea otro puntapié.

-Habló de más hombres que les estarían esperando –interrumpe Kayra, que con una certera flecha acaba de atravesar la cabeza del muchacho matándole en el acto, para asombro de Onar-. Vamos, los demás están en peligro.


Tafari, Rostam y Argus vigilan las monturas mientras los demás se van de cacería para volver a abastecerse. Las horas pasan sin mayor trascendencia, puesto que ninguno es hombre de muchas palabras. Apenas hablan salvo algún comentario aquí y otro allá hasta que Argus encuentra unas plantas que le son familiares, arranca unas pocas, las sacude y se las mete en la boca sin vacilar. Entonces, su habitual expresión seria se endulza ligeramente.

-Es increíble cómo un simple sabor puede recordarte el hogar –dice el norteño, y los otros asienten. En un gesto les ofrece de su modesto manjar y los demás aceptan.

-Es fresco, nunca había probado algo así antes. Delicioso –repone Rostam.

-Sin duda –añade Tafari.

Su relajante experiencia es interrumpida por un furtivo ruido que proviene de la zona más poblada de árboles y matorrales, allá por el flanco más cercano a Rostam y a las monturas. De inmediato todos blanden armas y sin apenas darse cuenta se encuentran aguardando la inminente lucha con cinco bandidos que se les acercan a toda velocidad.

Tafari lanza varios cuchillos que consiguen acertar en el brazo y hombro de uno, frenándole en seco; Rostam esquiva con gran habilidad las arremetidas de otro mientras intenta alejarlo de las monturas, que relinchan asustadas; y Argus contiene a otros dos mientras Tafari se enzarza en batalla con el que queda. Pasan unos segundos cuando, de golpe, aparece Alika que, al contemplar la escena, carga inmediatamente el arco y reduce al que Tafari había dejado herido, pues ahora se abalanzaba sobre él aprovechando la distracción de la pelea. Vuelve a cargar, esta vez dispara a uno de los que lucha contra Argus, al que hiere en una pierna. Carga una vez más y, finalmente, lo derriba.

Entretanto, Rostam decide al fin que está lo suficiente lejos de las monturas para plantarle cara a su atacante, detiene la hoja de este con la de su sable y lo tira al suelo con una patada que parece barrer el suelo. Sin que apenas pueda reaccionar tras la caída, el chico del desierto le clava la espada en el pecho, le aleja de un puntapié el arma y le observa mientras se desangra. Tafari, que es visiblemente de mayor tamaño que su oponente, parece danzar con su lanza repeliendo con ella los ataques hasta que de pronto una flecha se le incrusta en la pantorrilla derecha, cosa que le hace caer de rodillas quedando a merced de su agresor. Este aprovecha su oportunidad y le ataca con furia. Tafari consigue a duras penas evitar un par de estocadas que llegan a quebrar su lanza. Cuando el bandido alza con ambas manos la espada, dispuesto a dar la tercera y definitiva, Argus le secciona el brazo izquierdo separándoselo del hombro, tras haber abatido a su atacante. El intenso alarido de dolor es cortado en seco por otro tajo que le asesta el norteño a la altura del cuello, separándole la cabeza del cuerpo y acabando así con su vida.

Alika busca, arco en ristre, el origen de la flecha que ha herido a su primo cuando ve caer a un hombre de una copa de árbol cercana y seguidamente aparecen en el claro Cyra y Oddur, que remata al arquero caído. Segundos después, Onar y Kayra regresan al llano para ver que todos habían sido atacados con mejor o peor suerte, pero que aun así debían estar agradecidos porque los daños eran mínimos.

-No te muevas, primo, te curaremos esto enseguida – le dice Alika a Tafari que intenta levantarse torpemente con su destrozada lanza como bastón:-Oddur, necesitamos de vuestra curativa sabiduría.

-¡Por supuesto! –responde este, y acude con diligencia.

-¿El resto estáis bien? –pregunta Onar, y todos responden afirmativamente-. Bien, registrémosles a ver si tienen algo que nos sea útil y vayamos a montar el campamento a otro lugar, aquí podríamos correr peligro.

Mientras registran los cadáveres, Cyra descubre que uno de los asaltantes aún continúa con vida, aunque a duras penas. Avisa a Onar que, sin dilaciones, se acerca y, tras borboteantes intentos de súplica, lo remata.

-Podríamos haber obtenido información –se queja Cyra, pues para ese fin había dado aviso.

-Sólo son ladrones, sucios asaltantes de bosque. Matarnos y robarnos era su única intención –responde Onar irritado.

-¿Cómo podéis estar tan seguro?, si simplemente le hubieseis dejado unos segundos más con vida…

-Porque oí cómo uno de ellos decía que matasen a Kayra para así robarle cuando la pillaron por sorpresa. No hay honor con quien no lo tiene –interrumpe cortante Onar. Entonces Cyra da por terminada la conversación viendo el semblante autoritario de su señor.

-Será mejor que recojamos y nos marchemos de aquí –dice Argus, pasados unos segundos de tensión. Está sentado en el suelo, cubierto de sangre, limpiando sus espadas:-Tafari, ¿podéis caminar?

-Sí, creo que sí –responde este incorporándose después de los últimos retoques que da Oddur a su vendaje. Debe caminar usando su lanza rota como bastón, pero es más que suficiente para moverse a varios metros del claro e instalar de nuevo el campamento en otro lugar.




21
Tumbado en la tienda juguetea con un medallón de madera pulida que le encontró a uno de los bandidos que les atacaron la pasada tarde. Algo perturba la mente del joven príncipe Knöt quitándole el sueño, por lo que decide salir de la tienda para tomar un poco de aire fresco. Procura no salir de la zona de acampada para no alertar a los compañeros que estén montando guardia, pero deambula con desasosiego y preocupación.

-¿Qué puede ser tan importante para quitaros el sueño después de un día tan largo? –pregunta una voz desde la oscuridad, sobresaltando al joven; pasados unos segundos, la reconoce. Es Kayra, aunque sigue sin verla por más que escudriña su alrededor.

-En realidad ni siquiera sé el motivo, pero algo se empeña en arrebatarme el sueño esta noche –le responde desanimado.

-Todos estamos con los nervios a flor de piel últimamente. Tantos días alejados de nuestros hogares, estando constantemente alerta en territorios desconocidos y pensar que los que esperan que nuestra misión tenga éxito puede que no estén teniendo mejor suerte que nosotros, destroza la mente de cualquiera.

-La mente y el corazón –musita Onar. Pasa unos segundos analizando el medallón, en el que el dibujo tallado de un árbol abrazado por dos serpientes destaca de forma siniestramente bella, obsesionándole.

-¿Puedo ver eso? –dice la chica descolgándose del árbol y sacando así a Onar de sus pensamientos.

-Por supuesto –responde este entregándole el medallón-. Se lo encontré a uno de los que nos asaltaron. ¿Os suena de algo ese símbolo?

Algo en aquel grabado le resulta familiar, sin embargo, por más que puede visualizar el símbolo, no es capaz de recodar de qué le suena o dónde ubicarlo. No obstante, le despierta un extraño sentimiento de desconfianza, al igual que a su compañero.

-No –contesta titubeante-, no me suena. Será mejor que descanséis, yo seguiré vigilando.

Seguidamente, trepa con agilidad de nuevo al árbol mientras el joven la observa algo somnoliento. Bosteza mudamente, se encoge de hombros y gira sobre sí para encaminarse hacia su improvisado aposento, cuando las ramas sobre su cabeza se agitan nuevamente con brusquedad. Unos dorados y perfumados bucles caen entremezclándose con sus zaínos cabellos y una voz dulce le susurra al oído:-Gracias por salvarme esta tarde. Antes de que pueda reaccionar, la chica se había esfumado una vez más dejándole sólo su dulce aroma.


-Mi señor, al fin han caído –anuncia una voz sibilante desde las sombras -. Se han defendido con ímpetu, pero no tenían nada que hacer contra vuestro ejército.

-Perfecto, todo está marchando a la perfección.

-Como os auguraron los oráculos, señor –puntualiza la voz sibilante.

-No hay destino que no esté bajo el control de los hombres, consejero, y mucho menos bajo el control de los hombres astutos y poderosos.

-Y no hay nadie más astuto y poderoso en estas tierras que vos, mi señor.





22
Cuando el día rompe, ya tienen casi recogido todo el campamento. Apenas cruzan palabra, apenas levantan la vista del suelo. Terminan de recoger los bártulos como si de autómatas se tratase. Al fin se ponen de nuevo en camino pero a paso lento, pues Tafari aún camina lastrado por una fuerte cojera.

Pasadas unas horas se ven obligados a acampar de nuevo.

-A este paso, no llegaremos nunca –dice con desespero Cyra mientras ata los caballos con la ayuda de Oddur.

-No podemos hacer otra cosa, Tafari no puede apenas caminar, no al menos en unos días –le responde este-. Si pudiese ir a caballo no habría problema, pero con una vegetación tan densa y baja sería más problemático en realidad. Debemos ser un poco pacientes.

La chica asiente con resignación, está afligida como todos por la desgracia del de la tribu roja, pero no puede evitar sentirse desesperada al pensar en el tiempo que están malgastando mientras los demás tratan de resistir en el reino Knöt.

Cuando han descansado un par de horas, vuelven a ponerse en camino.

A medida que avanzan, el bosque va comenzando a abrir tras tantos días de espesura y pueden volver a usar sus monturas para algo más que para cargar el equipaje, lo cual agradece el tullido Tafari. Cuando el ocaso está ya cercano, las temperaturas descienden bruscamente, perjudicando de sobremanera a los hombres del desierto, por lo que se ven obligados a encender una gran hoguera, cosa que no hacían desde que abandonaron el desierto. Por muy peligroso que les pareciese, era preferible arriesgarse a llamar la atención de miradas indeseables que morir congelados.

-¡Por todos los dioses!, no sé cómo algo puede sobrevivir con este frío –se queja Rostam, que no hace más que frotarse brazos y piernas cerca de la hoguera para entrar en calor.

-El desierto también es gélido al caer el sol, deberíais estar acostumbrado –repone Oddur entre risotadas.

-En el desierto, basta con tener buena ropa de abrigo – le responde algo molesto, no bien sabido si por las risas de Oddur o por lo extremo de la temperatura-. ¡Este frío penetra hasta las mismísimas entrañas, y se empeña en permanecer en ellas!

-Es por la humedad, que cala los huesos –comenta Argus, que acaba de volver del bosque cargado de un buen montón de leña-. Lo mejor para combatirlo es mantenerse activo, moverse.

-Pues no es que den muchas ganas de mover un solo músculo, la verdad –protesta Cyra tiritando.

Pasada la noche, y ya menos entumecidos por las bajas temperaturas, se replantean seguir caminando y aprovechar al máximo el día que tenían por delante.

Alika y Kayra se ofrecen para ir a por agua a un río que está a varios minutos mientras el resto recogen el campamento. Una vez en la orilla, comienzan a rellenar las botas con las cristalinas aguas cuando, de repente, Kayra percibe movimiento entre unos matorrales de la otra orilla. Cuando centra en ellos su atención, estos paran de agitarse. Permanece casi un minuto inmóvil, en busca de alguna amenaza agazapada entre la maleza, cuando Alika la sobresalta tocándole un hombro.

-Vamos, los demás ya deben estar esperándonos. ¿Sucede algo?-pregunta dirigiendo su mirada hacia donde miraba la norteña.

-No, supongo que no –responde dubitativa Kayra, y vuelve a mirar los arbustos aún inmóviles- . Debo estar nerviosa y veo ya amenazas donde no las hay –ríe. Termina de rellenar las botas que le quedaban y regresan a buen paso hacia el campamento. Sin embargo, la sensación de que alguien las vigila sigue palpitándole, por lo que vuelve un segundo la vista y ve algo de soslayo que llama su atención.

Algo que parece una silueta humana emerge de entre los arbustos y se dirige raudo hacia el linde del cercano bosque. Camina rápido pero de forma torpe, cojea y parece que le cuesta andar del todo erguido. Entonces Kayra se detiene y Alika, que lo percibe, se gira hacia su compañera en busca de una explicación.

-Será mejor que nos marchemos cuanto antes de este sitio –dice con un brillo desafiante en la mirada antes de que la chica de tierras salvajes diga algo, y ambas recuperan la marcha.


Una vez se reúnen con el resto, reparten el agua y montan de nuevo en dirección norte, hacia otro frondoso y alto bosque. Kayra no hace mención alguna sobre el extraño espía, mas se mantiene bien alerta todo el camino.

Para cuando la noche les alcanza, están a pocos metros de los límites del alto bosque que se muestra aún más imponente y denso que el anterior.

-Descansad cuánto podáis, no sabemos cuánto tardaremos en cruzar el bosque –dice Onar preparándose para montar guardia-. Deberemos mantenernos bien atentos a lo que nos rodea, el pueblo colgante habita estas tierras y, como ya sabéis, nadie que se haya adentrado en este bosque ha salido jamás.



  
23
-¡Nos atacan!

-¡Rápido, todos a las armas! –vocifera el capitán de la guardia de Bahti- ¡Esos seres del infierno no podrán con nosotros!

El ataque es feroz.

Arremeten desde varios flancos al mismo tiempo: del norte al este. Decenas de hombres luchan al pie de los muros de la ciudadela, otros tantos lanzan proyectiles a diestro y siniestro desde sus almenas y una reducida, aunque decidida, caballería carga incesantemente contra el numeroso enemigo.

Los valientes soldados van cayendo poco a poco mientras merman lentamente  las líneas enemigas, pero son tantos y tan resistentes que parece que la batalla no vaya a tener nunca fin. Aguantan así durante varias horas hasta que el sol empieza a ponerse, y cuando la luna está bien alta en el cielo, la ciudad cae en manos Martu.



-Mi señor, lamento comunicaros que hemos perdido Bahti –dice uno de los generales Knöt mientras entra en la sala del trono junto con varios soldados de alto rango. Taerkan está sentado en su trono con semblante de preocupación, el cual no parece mejorar al oír las trágicas noticias que trae el general. Valerio que también está en la sala, se muestra inquieto y deambula sin cesar tras el sillón del trono.

-Informad de ello a Alker, tiene derecho a saber que su ciudad ha caído –ordena el monarca Knöt con pesar.

-Lo haría señor, pero no sabemos dónde se encuentra.

-Buscadle y comunicadle la tragedia, decidle que lamento su pérdida y que le prometo que esta afrenta no quedará sin castigo.

-Sí, mi señor.



En una remota plazuela de Kanbas, una furtiva reunión va a tener lugar en el refugio de la noche.

Alker llega al sitio acordado y aguarda a su misteriosa cita. Aún lleva en la mano la breve nota que ha recibido hace unas horas sin ningún tipo de firma, nota en la que reza un lugar y una hora. Alker vuelve a revisarla, para cerciorarse de que no haberse confundido, cuando percibe una presencia a sus espaldas.

-¿Por qué razón me habéis citado, Alker? –pregunta el recién llegado Kihva-. Salir de palacio no es lo más recomendable en estos momentos.

-Podría haceros la misma pregunta –responde Alker, y observa que Kihva lleva en sus manos una nota de aspecto muy similar a la que ha recibido él. Levanta la nota para que, a pesar de la escasa luz, su amigo pueda verla y darse cuenta de lo mismo que ha deducido él: que ambos han sido citados por la misma misteriosa persona.

Antes de que puedan continuar la conversación, Adem entra en escena.

-Bueno, parece que ya sabemos quién nos ha citado aquí a esta inoportuna hora –comenta Kihva al verle.

-Lamento desilusionaros, camaradas, pero a mí también me ha llegado la nota –responde, mostrando el manuscrito papel-. ¿Tenéis alguna idea de quién querría hablar con nosotros aquí, tan apartados de oídos reales?

Alker y Kihva niegan con la cabeza, cuando una voz resuena desde una oscura esquina.

-He sido yo quién os ha citado, señores.

-Veo la sombra, pero no veo al hombre. Si queréis algo de nosotros, descubríos –solicita Adem con aire desafiante.

-Mi rostro no es importante, mi señor. El motivo de traeros fuera de palacio no es otro que el de huir de oídos y miradas indiscretas, seguro que no queréis que el rey Taerkan sepa lo molestos que habéis estado con los oídos sordos que ha hecho a los ataques de vuestras queridas ciudades.

A los nobles se les descompone la cara ante las palabras de aquel desconocido. Los tres son hombres leales a la corona, pero bien cierto era que habían manifestado su descontento en sus círculos más cercanos acerca de la ignorancia mostrada hacia las necesidades de su gente. Sus hogares serían tomados y sus familias asesinadas sin que su señor hubiese intentado evitarlo de modo alguno, y eso les indigna.

-¡No tenéis ni idea de lo que estáis afirmando! –repone irritado Alker-. No son más que habladurías. No tenéis nada que lo demuestre; no tenéis nada de qué acusarnos.

-No pretendo acusaros de nada, mis buenos señores, mis intenciones no van más allá que de proporcionaros información.

-¿Qué tipo de información? –preguntan al unísono Alker y Kihva.

-Información sobre vuestras familias y lo fácil que sería quitarles la vida si no hacéis todo lo que se os pida –responde con inquietante calma el hombre misterioso.


-¡Hermano!, ¡hermano!, ¡ya casi son nuestros! –el júbilo se apodera de la joven Biefrin que baja casi saltando de un quimérico rinoceronte, robusto y duro como tal, pero ligero y veloz como el mejor de los caballos.

De la enorme y rica tienda cercana, asoma la cabeza de un hombre calvo y pálido, de aspecto huesudo y muy arrugado que esboza una leve a la par que maléfica sonrisa al oír la noticia.

-Vuestra hermana es una gran líder militar, señor –dice regresando al interior de la tienda.

-Su pasión es bien útil en estos menesteres –responde con regocijo el rey Eddelan.

De repente, Biefrin abre las cortinas y entra diligentemente en el refugio hasta llegar frente a su hermano mayor. Hace una contenida reverencia, besa la mano de su rey, y hermano, y se sienta a los pies de este feliz, como si de una niña pequeña se tratase.

-Ya son nuestros, hermano, Bahti es nuestra. Ha sido más sencillo de lo que esperaba–explica divertida mientras acaricia juguetonamente la mano de su hermano. Biefrin es una muchacha joven, de unos dieciséis años de edad, fuerte y atlética. Es bien parecida, de sinuosas curvas, piel suave y perlada y cabellos de un oscuro e intenso tono rojizo, como la mismísima sangre. Sus ojos son de un brillante color verde, como los de su hermano mayor, que a pesar de ser algo menos agraciado que ella, también tiene un aspecto juvenil y sano comparado con el del resto de su malogrado pueblo.

-Perfecto, todo marcha según lo planeado –le responde sonriéndole-. Eres una gran líder de mis tropas, hermana, cuando Kanbas sea nuestra podrás quedarte con las joyas y ropajes más hermosos que allí haya.

-¡Genial!, siempre he querido vestir como una hermosa señora del desierto.

-La más hermosa –puntualiza Eddelan mientras acaricia los bucles escarlata de su hermana-. Reagrupa a las tropas y ataca lo antes posible, quiero que Kanbas caiga antes de que puedan darse cuenta. Necesito tener al gran rey Taerkan postrado a mis pies rogando y suplicando por conservar su miserable vida.

-Y pronto le tendréis a vuestros pies, mi señor –interrumpe una voz femenina que ambos reconocen y que despierta en Biefrin un malestar furioso y visceral que la crispa. La mujer, al fin se hace visible a sus ojos saliendo de la penumbra. Sus cabellos son de un intenso color azabache, al igual que sus rasgados ojos que están finamente perfilados realzando así sus exóticos rasgos; su lechosa piel contrasta con los ropajes color rubí que la envuelven.

Se dirige contoneándose de forma sensual hacia Eddelan al que acaricia con suavidad el hombro una vez que está a su lado y Biefrin no puede evitar mostrar una mueca de desprecio en su rostro. Ambas cruzan miradas durante varios segundos, de forma desafiante, hasta que Eddelan se pronuncia:

-Llevabais razón con lo de no atacar directamente Kanbas, Yune, de no haberos hecho caso no habríamos tenido esta ventaja en el combate.

-El mérito es todo vuestro, mi señor.

-En realidad, el mérito en la batalla es cosa de mi hermosa hermana –responde este echando una tierna mirada sobre la chica, la cual lo agradece acariciándole de nuevo la mano. Y Yune la mira con displicencia-. ¡Qué haría yo sin mis chicas! 

Y, tras las forzadas sonrisas de rigor, ambas vuelven a cruzar miradas desafiantes.

-Por muy altos que sean sus muros, Kanbas pronto será nuestra, hermano –asegura Biefrin con entusiasmo.

-Es necesario que antes conquistéis Maleen, princesa. Cuanto más débil se vea el enemigo, más rápido sucumbirá –aclara cortante Yune, y la joven Martu enrojece de ira.

-Maleen caerá pronto, ¿verdad, hermana?

-Cierto, hermano.

-De todos modos seguid vigilando la ciudad dorada, que nadie entre o salga sin que lo sepamos. Taerkan no debe escapar de allí con vida –sentencia Eddelan-. Asediad cuanto antes Maleen, haced prisioneros a quienes creáis oportuno y traed ante mí al bravo rey Knöt lo antes posible. Confío en vos, querida hermana.

La joven pelirroja asiente complacida, besa la mano de su rey y se marcha de la tienda con la clara idea de que conquistará la gran ciudad Knöt como muestra de su valía.

-Tiene una gran voluntad –opina en voz alta Yune en cuanto la chica se ha ido.

-La voluntad no es suficiente, querida mía –le responde el monarca; entonces este le pasa la mano por la cintura haciendo que se siente en su regazo y le acaricia el cuello-. Biefrin es una excelente capitana, pero jamás entenderá lo difícil que puede ser reinar y tomar decisiones tan importantes. No me vendría mal un heredero, después de todo –y, finalmente, le besa el cuello.

-Vuestra hermana ya me odia demasiado como para que encima me quedase encinta de vos, mi señor –le responde riendo-. Además, antes de tener un heredero, hay demasiadas cosas por hacer.

-Bueno, pero por ensayar no hay nada de malo –ríe pícaramente. 




24
Hace escasamente una hora que han recogido el campamento y se han adentrado lentamente en el alto bosque, cuando empieza a llover, de forma suave al principio para acabar torrencialmente después, por lo que se ven obligados a buscar refugio.

-No hay ni un solo sitio dónde resguardarse por aquí –trona molesto Rostam-. Ni siquiera una maldita cueva o saliente donde refugiarse de este temporal.
-Siendo así, sólo podemos seguir en camino –le responde Onar tranquilizador-. No tenemos ni un segundo que perder.

Pasan las horas y el sol no parece dispuesto a abrirse paso entre los nubarrones.

En lo que calculan que será mediodía, deciden hacer un alto para reponer fuerzas y comer algo.

Colocan de forma tirante entre varios árboles algunas de las lonas que forman parte de las tiendas como si de toldos se tratase. Hacen bien su labor de contener la mayor parte del agua mientras la compañía descansa bajo sus lánguidas sombras; al menos les permiten recuperar un poco de la temperatura corporal y comer sin tragar litros de agua de lluvia con cada bocado.

La tarde no parece mejorar. Llueve a intervalos con menor intensidad, pero no cesa de caer agua. Por suerte, han alcanzado una pequeña línea rocosa perteneciente a las montañas que forman varias cuevas de pequeño tamaño, bastante angostas como para albergarlos a todos en una sola, por lo que se dividen en pequeños grupos para al fin secar sus ropajes y descansar hasta que el temporal amaine. Se apean de los caballos, a los que meten bajo la cueva  de mayor tamaño, y se preparan para pasar allí la noche. Les frustra no poder seguir avanzando, pero de seguir así enfermarían y todo el esfuerzo realizado hasta ahora sería en vano.

Montan guardia por turnos procurando descansar cuanto pueden aprovechando que con la lluvia pocos peligros pueden acechar. Cuando el cielo comienza a clarear anunciando un nuevo día, la lluvia al fin cesa.


-Estás ardiendo –manifiesta Alika al tocar la frente de su primo que yace tiritando empapado en sudor.

Oddur da un brinco desde su yacija tras oír que se reclaman sus servicios y, algo desorientado aún, se dirige a examinar al enfermo. Destapa la herida del pie del hombre del desierto para descubrir que está supurando y que el tejido que rodea a la herida está reblandecido y no sana debido a la gran humedad que ha absorbido el vendaje este pasado día.

-Debemos limpiarle bien la herida y hacer que permanezca lo más seca posible, de lo contrario no quedará otra opción que amputarle el pie.

-¿Amputarlo? –repite Tafari agitándose  con angustia.

-Si la infección continúa, será mejor perder un pie que la vida, camarada. Ahora dejadme trabajar –le responde Oddur mientras le sujeta y le pone frente a la nariz un pequeño frasco que desprende un dulce aroma; cuando ha inspirado un par de veces, Tafari  comienza a relajarse hasta que finalmente cae rendido-. Necesito pensamientos –pide el norteño.

-¿Pensamientos? –pregunta extrañada Alika.

-Es un tipo de planta –responde Kayra, que acaba de acercarse al lugar. Observa el mal aspecto de la herida, mira a Oddur y dice -: Iré a por ellas.

Da media vuelta y se adentra diligentemente en la arbolada más cercana buscando incesantemente cualquier flor con tonalidades violáceas y amarillentas, tal y cómo le había enseñado Oddur días atrás; sin embargo el tiempo pasa y no es capaz de localizar ni una sola. Absorta totalmente en la idea de encontrar las susodichas plantas para ayudar a su compañero, la joven no se percata de que alguien se acerca por su retaguardia. El crujir de una rama le hace volver a la realidad y se gira a medida que desenvaina su espada, mas no halla a nadie a su alrededor. Cuando vuelve a envainar el arma, convencida de que han sido imaginaciones suyas, descubre que a pocos metros en el suelo hay un pequeño montón de las violáceas plantas que andaba buscando.

Que alguien las había dejado allí era evidente, alguien que les ha estado vigilando y ahora pretendía aparentemente ayudarles, y, aunque desconfía, se decide a acercarse no sin hacerlo con extremada cautela. Recoge las flores y retrocede lentamente varios pasos antes de volver la espalda al lugar. Regresa lo más rápido que puede con el resto mirando en reiteradas ocasiones atrás hasta que una de estas veces cree divisar una silueta entre los árboles; para cuando se detiene la silueta ha desaparecido tan misteriosamente como apareció.

“Gracias, seas quien seas” se dice para sí.

Oddur prepara el cataplasma tan pronto recibe las plantas y deciden dejar que Tafari descanse un poco más para que este le haga efecto.

Cuando han pasado apenas dos horas, la fiebre comienza a remitir, y ante la insistencia del propio enfermo, deciden ponerse nuevamente en marcha.

La lluvia del día anterior ha lavado el aire y ha mullido tanto el terreno, que el silencio que les rodea mientras caminan es sobrecogedor.

Viajan durante horas y a cada paso que dan aumenta en los viajeros la sensación de que el bosque parece interminable. Cuando la monotonía se ha apoderado de ellos, los árboles que quedan a sus espaldas se agitan furiosamente alertándoles. Rápidamente, vuelven la vista atrás escudriñando el paisaje y el ruido cesa; mas, por más que agudizan la vista, no hallan nada salvo la inmensidad etérea del bosque.

-¡Qué extraño! –manifiesta Oddur.

-Habrá sido algún animal… –opina Cyra, quitándole importancia.

-Eso es lo extraño, hace ya un buen rato que no percibo la presencia de animal alguno –contesta el norteño, y mira entonces a Kayra que le asiente con convicción, puesto que ella también se ha percatado de lo extraño de la situación.

Rostam se encoge de hombros y apremia a su montura para seguir en camino, cuando se topa casi de bruces con tres hombres que le cortan el paso, y su montura relincha. Al notar su presencia, la compañía inmediatamente esgrime sus armas dispuestos a defenderse.

Entonces dos de estos hombres les apuntan con sendos arcos, y el tercero, el que ocupa el lugar central, sonríe y les dice con firmeza: -No es nuestra intención haceros mal alguno, pero si no bajáis las armas nos veremos obligados a mataros.


-¿Qué habéis hecho con nuestras familias? –pregunta con desespero Kihva. Desenvaina su cimitarra y amenaza con esta al extraño-. ¡Hablad ahora u os silenciaré para siempre!

El señor de Azad da varias zancadas antes de que sus compañeros le detengan. Forcejea cuanto puede con la desesperación en su rostro, observando de forma casi vehemente a aquella sombra que les habla.

-No tenemos noticia alguna de que nuestras ciudades hayan caído en manos enemigas, ¿por qué motivo deberíamos creeros? –pregunta Alker, una vez que Kihva ha cesado en su forcejeo.

La sombra rebusca entre sus ropajes y, una vez halla lo que busca, lo lanza a los pies del noble Knöt. Es un pequeño saco de terciopelo rojo. Alker, aunque dubitativo, lo recoge y lo observa durante varios segundos sin atreverse a abrirlo. Echa una mirada a sus camaradas, que no pueden evitar mantener la mirada fija en la pequeña bolsa, y finalmente decide ver qué guarda en su interior. Un pequeño objeto cae del saco a la palma de su mano. Le cuesta ver de qué se trata entre la escasa luz y la fina capa de suciedad que lo cubre, pero aprecia con cierta dificultad que es un broche. Cuando aparta la suciedad con el dedo, descubre lo que temía: es el broche que le regaló a su hija el día de su décimo cumpleaños.

-¿Qué le habéis hecho? –pregunta tras varios segundos, todavía pálido y sin apenas poder reaccionar. Entonces, la idea de que sus hijos estén siendo usados como moneda de cambio hace que le hierva la sangre-. ¿Qué les habéis hecho? –grita.

-Será mejor que bajéis la voz, señor, o no obtendréis respuesta alguna y ellos morirán –responde de forma tajante el extraño encapuchado.

Alker trata de recuperar la compostura, aunque sigue notando cómo su corazón bombea con fuerza y la sangre le inunda cada poro de su cuerpo. Advierte que con su escándalo ha despertado el interés de algún vecino fisgón, y fuese lo que fuese lo que iba a pedirles el enemigo, debían llevar lo más discretamente posible este contacto, por el bien de sus reputaciones y por salvaguardar la integridad de sus seres queridos.

-Vuestras familias están sanas y salvas, y así seguirán si accedéis a lo que os propongamos –continúa la sombra.

-¿Y qué diantres proponéis? –pregunta Kihva con ira contenida.

-Que nos ayudéis a postrar al rey Taerkan ante los pies del gran señor Eddelan, líder del pueblo Martu.

Los tres se manifiestan contrarios a la idea de forma inmediata; una cosa era ser tachados de traidores al conocerse esta improvisada reunión, y otra es ser realmente unos traidores.

-¡Jamás!, prefiero sacrificar toda mi estirpe a vivir con tal traición a mis espaldas –replica Adem, y sus camaradas dan muestra de compartir la misma opinión.

-Como gustéis, buenos señores. Pero cambiaréis de opinión, os lo aseguro –ríe con malicia el misterioso encapuchado, y sin más dilación, se funde con las sombras desapareciendo en la noche.

  


25
El hombre que les habla es alto y esbelto, algo mayor que los miembros de la compañía ya que unos mechones cenicientos resaltan entre sus castaños y desaliñados cabellos, pero es bastante bien parecido y atlético.

-¿Acaso no me habéis entendido? –dice con mayor autoridad viendo que su anterior comentario no ha provocado cambio alguno.

Los viajeros se mantienen desafiantes unos segundos hasta que perciben movimiento en los demás flancos, de los cuales emergen varios hombres armados más. Valoran durante unos instantes la tesitura de si es apropiado entrar en batalla o no, y llegan a la conclusión de deponer las armas puesto que están en clara desventaja. Onar suelta su espada, seguido por el resto, para luego levantar los brazos mostrando sus manos desnudas.

El que les ha hablado, el que parece el líder del grupo, se muestra satisfecho con la elección de los viajeros, hace un gesto con la mano y varios de sus hombres les registran deshaciéndose de todas las armas que portan, luego les atan las manos.

-No parecen ladrones –susurra en su lengua Tafari-. No al menos como los que nos encontramos en el bosque anterior.

-Lo averiguaremos enseguida, me temo – le responde Onar. 
Cuando el líder da orden de moverse, varios de estos hombres guían las monturas de la maniatada compañía.

Siguen una estrecha senda, lo que les obliga a ir de uno en uno. A ratos, el líder del grupo se detiene a un lado de dicha senda y observa cómo desfilan sus prisioneros. En una de estas paradas, retoma su marcha caminando al lado de la joven reina Griundel.

-Sois norteños, ¿no es así? –le pregunta casi sin mirarla; sorprendida ante su pregunta, Kayra se limita a observarle reflexionando sobre lo apropiado de revelar dicha información. El hombre le echa una ojeada de soslayo y, apreciando su ligera mueca de duda y desconfianza, se echa a reír –Tranquilizaos, no voy a mataros porque seáis norteños, era mera curiosidad, aunque vuestro aspecto os delata.
Entonces Kayra se siente ridícula por haber dudado sobre si contestar o no, pero no puede evitar recelar de aquellos hombres.

-¿Qué queréis de nosotros? –le pregunta finalmente.

-¡Pero si sabéis hablar!, ya había perdido la esperanza –se mofa este, y la norteña se indigna-. Vos no habéis querido responder a mi gentil pregunta, ¿por qué iba yo a responderos a la vuestra? No, ni hablar, no voy a quitaros el gusto de descubrir la sorpresa.

-¿Sorpresa? –pregunta la joven.

En ese preciso instante, la angosta y lúgubre senda se abre a un amplio paraje con enormes árboles bañados por un suave sol. Una hermosa estampa de brillantes colores verdes y dorados se clava en sus retinas. La belleza del lugar les tanto absorbe que se recrean en él hasta que les obligan a bajar de las monturas.

-Vamos, nos estará esperando –oye Argus que el líder le musita a uno de sus subalternos.

A empujones les obligan a caminar rumbo a los altos árboles, que crecen más y más a medida que caminan hacia ellos haciéndoles sentir seres diminutos.

-¿Adónde nos lleváis? –pregunta Argus ralentizando el paso provocando así la ira de su escolta más cercano que le zarandea con fuerza obligándole a avanzar.

-Enseguida lo averiguaréis, sed pacientes –ríe el líder, y el resto se arrancan en risotadas fanfarronas. Argus aprieta los dientes y murmura a modo de protesta, maldiciéndoles.

La majestuosidad de la alta y castaña floresta les sobrecoge cada vez más, y la inquietud no les abandona en ningún momento entretanto obedecen las órdenes de sus asaltantes. Cuando llegan junto a uno de los árboles, se detienen. Dicho árbol tiene un tamaño tal que para ser abrazado harían falta más de una treintena de hombres. Entonces el líder tira de una cuerda, tan bien camuflada que ninguno la había advertido, y lo repite un número determinado de veces; justo cuando cesa, un trozo de la corteza del árbol cede descubriendo una pequeña puerta oculta por la que entran por parejas. Dentro, una lóbrega y angosta escalinata se presenta ante ellos.

Suben los pequeños peldaños durante largo rato, minutos que se les antojan eternos y tediosos. La falta de espacio y el poco aire que consigue entrar por unas ranuras minúsculas por las que se cuela algo de luz, llega a ser agobiante.

Al fin la oscuridad se termina y dan a parar a una plataforma al aire libre. La sofocada compañía agradece la luz y el aire fresco que inunda de forma ansiosa sus pulmones para luego caer en la cuenta de que están a varios metros en el aire, cosa que aterra a Rostam, que se muestra abiertamente tenso.

-¿Qué os sucede, amigo, os dan miedo las alturas? –se mofa uno de los escoltas.

Entonces Rostam le clava una mirada de odio y le responde:

-Reíd ahora, que ya os tocará llorar.

La respuesta le pilla tan por sorpresa que al principio no produce mayor reacción que la de perplejidad, mas cuando el guardia asimila lo que resuelve como un desafío ambos demuestran sus ganas de pelea. Entonces el líder del grupo interviene para detener la afrenta y reprender a su subalterno.

-¡Suficiente! –le ordena-. Tenemos órdenes de llevarles ante Erwynd sanos y salvos, y así lo haremos.

Algo en ese nombre le resulta extrañamente familiar a la reina Griundel aunque no logra acertar el motivo, sin embargo lo que realmente le preocupa es averiguar la intencionalidad de aquel que muestra tanto interés en ellos en esos recónditos parajes. Cuando les hacen reanudar la marcha, se encuentran subiendo por unas planchas incrustadas en la corteza del árbol que forman una nueva escalinata. Rostam sufre cada vez más con cada peldaño que logra subir, y aunque procura no mirar abajo, tiene una pequeña crisis nerviosa cada vez que echa la vista a sus pies y ve entre los escalones a la elevada altura a la que se encuentran.

Cuando llegan a un nuevo nivel, ven que están en lo que parecer ser un puesto de vigilancia. El líder intercambia un par de comentarios en voz baja con el vigía que les recibe; este le asiente y se dirige entonces con diligencia a un gran ventanal al que asoma un trapo de color azul. Cuando lo ha agitado varias veces en el aire, en otro puesto de semejantes características, otro vigía le responde de igual modo. Los puestos están tan bien camuflados que a simple vista cuesta distinguirlos entre la espesura.

Tras ver la respuesta del otro puesto, el vigía coge un sistema de poleas próximo al ventanal y va tirando poco a poco de una de las cuerdas lo que hace que progresivamente aparezca un puente colgante entre ambos puntos.

-No pienso cruzar por ahí –musita Rostam con renovado pánico.

El líder, que le oye, se echa a reír y, poniéndole una mano en el hombro, dice: -No os queda otra, amigo.

Una portezuela se abre y son conducidos a través del inestable puente.

-No mires abajo, sólo concéntrate en caminar sobre las tablas –susurra Cyra al asustado Rostam- .Estaré contigo.

Y el nerviosismo del hombre del desierto disminuye ligeramente permitiéndole continuar en camino. A medida que avanzan, oyen un murmullo que les es familiar. “Gente”, piensan casi al unísono. Y de entre la densidad del bosque, van asomando retazos de viviendas y edificios de reducido tamaño que abrazan las anchas cortezas de los árboles. Una pequeña ciudad colgante va apareciendo ante sus ojos como si de algo mágico se tratase.

Decenas de casas asoman al vacío desafiando a la gravedad. Las gentes que en ellas habitan se reúnen en pequeños mercadillos o plazuelas que reposan sobre las amplias ramas. Centenares de escalinatas y pasarelas unen de forma muy eficiente todos y cada uno de los puntos de la gran ciudad colgante.

-Bienvenidos a Logó Falhu –dice el líder del grupo con un dramático gesto según avanzan.

En lo más alto del árbol que ocupa la zona más central, un enorme e imponente edificio de labrados acabados acapara la atención de Kayra.

-¿Ahí es a dónde vamos? –le pregunta al líder; este responde a la pregunta de la norteña con una amplia sonrisa.

Escalinata tras escalinata, pasarela tras pasarela, finalmente alcanzan el edificio y se topan con una alta puerta de madera ricamente adornada con hermosos grabados. Los dos jóvenes que la escoltan miran con recelo a los prisioneros.

-Traemos a los viajeros que quería ver Erwynd.

Tras una mirada analítica que otra a la compañía, uno de los guardias da varios golpes a la puerta y esta se abre pesada y chirriantemente.

-Podéis pasar –dice.

Una vez dentro, una serie de estrechas y altas galerías excavadas en la densa madera se abren en varias direcciones. Les conducen con apremio por una de estas sin vacilaciones. Varios pasillos después, al fin se detienen ante una puerta donde una hermosa joven de largos cabellos castaños les aguarda. Esta, tras echar una rápida mirada a los prisioneros, da muestra al líder del grupo captor de su gratitud con una modesta sonrisa.

-Pasad, padre os está esperando.




26
Cuando han cruzado la puerta y dejado atrás a la hermosa joven, se encuentran con una redondeada estancia repleta de estanterías con libros de todos los grosores; en el suelo una amplia piel de oso vigila la puerta con ojos vacuos, y al fondo de la sala, junto a un enorme ventanal, un hombre de avanzada edad aprovecha los últimos rayos de la tarde para leer sentado en un confortable sillón. Una blanquecina y rala barba dividida por un mechón azabache le enmarca la redonda cara apartando la atención de su escasa cabellera y su abultada panza.
Sobre el enorme escritorio que le precede, se amontonan cartas y manuscritos de toda clase.

Cuando el anciano se percata de la llegada de los prisioneros, se quita sus anteojos y les recibe con una cordial sonrisa.

-¡Por fin!, habéis tardado tanto que aún tenía pelo cuando os marchasteis –ríe el anciano. Se pone en pie y rodea la mesa entretanto el líder del grupo se le acerca y ambos se funden en un cordial abrazo.

-Nos costó encontrarles, señor, eso es todo. Aquí les tiene tal como solicitó.

-Buen trabajo, hijo, buen trabajo –le felicita con un par de palmadas en la espalda, luego se dirige a los viajeros-. Así que aquí tenemos a la gran reina Griundel, es un placer volver a veros, jovencita.

La sorpresa de la compañía es notoria, y aún más la de Kayra.

-¿Me conocéis? –pregunta confusa.

-Lo hice, un día, hace ya mucho tiempo. La última vez que os vi apenas podíais tensar el pequeño arco que os acababa de regalar –responde con ternura.

Un aluvión de recuerdos inunda la mente de la joven norteña.

Se ve a sí misma con apenas seis años tratando de tensar el arco que uno de los hombres de confianza de su padre le había regalado días atrás. Tras varios intentos fallidos, al fin una menuda flecha vuela tambaleante y alcanza el fardo que sirve de diana.

-Mirad padre, ¡le he dado! –anuncia plena de orgullo; su padre, que se halla a pocos metros de ella, celebra el logro de su pequeña con un aplauso. Luego, se dirige al hombre con el que conversa su padre, quien le había regalado el arma: -¿Habéis visto, Erwynd?

Erwynd, eso era; de eso le sonaba ese nombre. Fijándose bien en el anciano todavía podía distinguir su apuesto porte, sus profundos ojos verdes y sus largos cabellos castaños deslumbrando por el sol de aquella mañana de verano.

-Vos sois Erwynd, vos eráis uno de los mejores amigos de mi padre –comenta con parsimonia saliendo del leve trance.

El anciano sonríe nuevamente y le asiente.

-Así es, bueno, así fue. La vida da muchas vueltas y, ¿quién me iba a decir a mí que os iba a volver a ver, y más por estos lares?

-¿Y qué hacemos aquí exactamente? –interrumpe Onar cortante.

Al no esperarse tal interrupción, el anciano se queda algo descolocado durante unos instantes, tras los cuales cambia su hasta ahora cordial expresión por una más severa.

-Bueno, supongo que ya habréis oído rumores sobre nuestra hermosa ciudad colgante. Hermosa y libre –dice, resaltando esto último con énfasis- Nadie pasa por estos bosques sin que nos enteremos. A veces permitimos que pasen sin más y otras tantas nos vemos obligados a intervenir si así lo consideramos oportuno. Y lo hemos considerado oportuno… ¡No todos los días tenemos a tan variopintos e ilustres invitados!

-¿Invitados?- pregunta con acentuado sarcasmo Rostam mostrándole sus maniatadas manos.

-Oh, perdonad por estas toscas formas, pero comprendednos: explicar nuestra intención es algo complicado si vais armados y con tan alto nivel de hostilidad hacia lo ajeno. No hubieseis permitido que os trajesen aquí desarmados si lo hubiésemos pedido, no os habríais fiado de nosotros.

-¿Y creéis que este es el mejor modo de pedirnos confianza? –se queja Onar.

-¿Os habríais desarmado ante mis hombres por mucho que os lo hubiesen pedido?, ¿por mucho que os hubiesen explicado la situación? –pregunta astutamente el anciano; Onar no responde, pero su silencio lo dice todo.

Entonces el anciano hace un leve gesto a la escolta de la compañía y estos inmediatamente les desatan, mas la tensión existente entre los presentes sigue siendo palpable.

-Seguimos sin saber qué queréis de nosotros –comenta Kayra frotándose las doloridas muñecas con algo menos de hostilidad en la voz.

-Es más cuestión de mera curiosidad que de querer algo de vosotros –le responde el anciano conciliador-. Lamento que hayamos tenido que ser tan bruscos al traeros aquí como si de prisioneros os trataseis, no es nuestra intención que os sintáis como tal, pero dudamos de que os hubieseis mostrado colaboradores, ciertamente. Logó Falhu os abre sus puertas y os invita a disfrutar de nuestra modesta hospitalidad.

Quizás lo hasta ahora vivido les haya vuelto excesivamente desconfiados. En sus semblantes se aprecia sin lugar a equívocos que la travesía y la sensación de vulnerabilidad que les causan estas tierras inhóspitas les ha vuelto recelosos y eso les había endurecido los corazones.

-Habiendo dado una muestra de buena fe desatándoos e invitándoos a ser nuestros huéspedes, ahora os toca a vosotros mostrar buena voluntad. Podríais al menos contarnos qué trae a tierras salvajes a la mismísima reina Griundel y a tan variada compañía.

El silencio se apodera del momento, mas los miembros de la compañía apenas lo notan puesto que en sus cabezas las reflexiones acerca de lo oportuno de revelar dicha información y de aceptar la oferta resuenan como una fuerte cascada. Sin embargo, en la mente de Kayra solo hay lugar para el recuerdo.

Tras varios densos segundos de espera, la reina al fin se manifiesta.

-Accedemos a vuestra invitación, pero mucho me temo que el propósito de nuestra visita requiere de algo más que de muestras de buena voluntad. Tal vez con comida y refugio, valoremos si confiar en vosotros o no, ciertamente –finaliza imitando con ello el tono antes usado por el anciano para justificar su apresamiento.

Sensaciones de contrariedad emergen entre sus compañeros, y, aunque sus rostros no logran disimular su descontento, guardan silencio para no desacreditar a la joven Griundel.



-¿Cómo se os pudo ocurrir aceptar la invitación de esta gente? ¡Nos han tratado como a criminales! –se queja indignado Onar. Camina junto a Kayra por una de las largas galerías que conforman el consistorio. Se dirigen al banquete al que les ha invitado el anciano Erwynd, el gobernador de la ciudad -. No teníais derecho ninguno a hacerlo sin consultarnos al resto. ¿Cómo podéis fiaros de quienes nos han tratado así?

-Ninguno dijisteis nada, y valoré lo que era mejor para todos dadas las circunstancias. Claro que no me fio de ellos, pero quieren algo de nosotros y quizás podamos aprovecharnos de ello. Buscar aliados aquí no nos vendría nada mal.

La ira y la indignación recorren el rostro del joven Knöt que frena a la norteña sujetándole firmemente del brazo.

-No volváis a hacer algo así –dice imponente y tosco. Kayra, sorprendida, le mira de arriba abajo, y luego se recrea en el brazo que el iracundo muchacho le aprieta. Se mantienen unos segundos la mirada y Onar sentencia -: Jamás.

-Y vos no volváis a tocarme.

Se zafa del muchacho y continúa andando hacia el salón donde un suculento banquete les espera, dejándole atrás en el largo pasillo.



El jolgorio y la alegre música que acompañan el banquete resuenan por las numerosas galerías cercanas al gran salón guiando hipnóticamente a los que a este acuden. Cuando Kayra cruza las puertas, descubre una gran estancia de techos bajos y abovedados donde la madera es la protagonista: mesas largas recorren el amplio espacio formando un semicírculo junto a las que macizos sillones labrados aguardan ser ocupados por los invitados; en el extremo en que el semicírculo se abre, se encuentra otra mesa más ricamente decorada cuyos sillones se orientan hacia el resto.

En un rincón de la sala un pequeño grupo de músicos tocan alegres melodías bajo la atenta mirada de algunos de los allí citados. Pocos minutos después de la entrada de la joven reina, se le unen el resto de la compañía, incluido Onar que aún conserva un aire de resentimiento, y acto seguido hace su entrada Erwynd, acompañado de su hermosa hija y de algunos de sus guardias personales.

El anciano se dispone a tomar asiento en la presidencial mesa central, no sin antes invitar en un gesto al resto de los allí presentes que se disponen alrededor del gran semicírculo. Cuando toman asiento, Griundels lo hacen por un lado y hombres del desierto por otro, y aunque están sentados muy próximos, apenas cruzan palabra alguna.

La cena pasa sin mayores incidencias: un vistazo aquí y allá, algún cruce de miradas entre los irritados miembros de la compañía y entre Kayra y Erwynd en reiteradas ocasiones. Cuando la cena roza ya su fin, Erwynd dirige su mirada una vez más hacia la joven y esta, que parece sentirlo, traslada su atención hacia su anfitrión que ladea la cabeza señalándole hacia la enorme balconada que está a su espalda. Entonces Kayra se pone en pie y con parsimonia se dirige hacia el amplio balcón hecho, cómo no, de madera. Sin embargo, esta vez no se trata de madera tallada, sino que tanto la plataforma como la barandilla que lo forman son parte de las ramas del enorme árbol en que se encuentra el consistorio que han sido guiadas para tal fin. Mientras espera, echa una ojeada a la inmensidad que la rodea. Decenas de pequeñas luces relucen titilantes nadando en el mar de oscuridad nocturno como si de luciérnagas se tratase. Anonadada por la mágica escena, apenas percibe la llegada del anciano.

-Unas vistas preciosas, ¿no es así? –pregunta acaparando la atención de su invitada.

-Sin duda –contesta esta-. Es impresionante cómo habéis construido una ciudad a esta altura, en estos árboles.

-La ciudad lleva aquí desde hace tanto, que ni los más ancianos del lugar recuerdan quién la construyó o por qué motivo. Pero está claro que un lugar así debía preservarse, y qué mejor que serlo a manos de personas de espíritu libre como lo somos los que en ella habitamos ahora.

-¿Libres decís?, he oído varias veces cómo os autodenomináis gente libre que no atiende a leyes ni a reyes. Mas vos sois quien aquí gobierna…

-En efecto, pero lo hago porque así lo ha decidido el pueblo y no porque mi sangre dicte que así deba serlo –le responde con total calma. Aunque trata de disimularlo, la incomprensión se refleja en el rostro de la muchacha-. Aquí todos tienen voz y voto, y las normas y los cargos relevantes se adjudican según los deseos de todos, o al menos, de la gran mayoría.

-Curiosa forma de administrar un pueblo –reflexiona en voz alta Kayra-. Veo que os ha ido mejor aquí que en mis tierras.

-¿A qué os referís, jovencita? –pregunta con inocencia Erwynd.

-A que hacer memoria no solo me ha ayudado a recordar vuestro nombre, también me ha brindado la ocasión de recordar quién sois realmente. O, para ser más precisos, quién fuisteis.

-¿Y quién creéis que fui, si puede saberse?

-Un traidor.



  
27
-Los días pasan y los suministros empiezan a escasear, mi señor –le comunica con pesar uno de los consejeros al rey Taerkan.

Sentado, observando la mesa cartografiada, el monarca Knöt cierra los ojos durante unos segundos con tristeza al oír lo que en realidad ya sabe. Los suministros de la ciudad hubiesen sido suficientes para varias semanas más de no haber tantas bocas que alimentar, mas no podía mostrar su descontento puesto que Griundels y Manahís estaban allí para ayudarles a resistir y sin su ayuda tal vez la ciudad ya hubiese sucumbido a los intentos de conquista Martu.

-Habrá que ir valorando la huída a Abir- responde en un hilo de voz.

-No creo que sea posible desplazar a tantas personas sin que caigamos en algún tipo de emboscada. Y no todos los que deberán ser trasladados saben blandir un arma, señor –apunta el consejero.

Esto es lo que más le preocupa: debía ante todo proteger a sus ciudadanos a toda costa, y Kanbas, siendo una de las ciudades más grandes del reino, albergaba a demasiada gente inocente.

-Concertad una reunión lo antes posible con los principales representantes Griundels y Manahís; avisad también a Adem, Kihva y Alker además de a cuantos generales haya disponibles. Tenemos una huida que planear.



Pocas horas después, los allí citados van haciendo acto de presencia. Ahren junto con varios soldados de alto rango, entre ellos Audris, es el primero en llegar, seguido por Erol, Kihva y Adem que caminan conversando entre ellos con aire severo; pocos instantes después llega Valerio con su hijo Paulo y dos de sus hombres de confianza, y en último lugar, con cierto retraso, aparece Alker. Taerkan que ha ido contemplando las escalonadas llegadas, no puede evitar echar una mirada de reprensión a Alker por su falta de decoro al llegar tarde. Este se disculpa con una leve reverencia  y ocupa su lugar entre el resto alrededor de la gran mesa.

-La situación es crítica, señores –comienza la reunión Taerkan al fin, y todos enmudecen-. Los suministros de la rica Kanbas se agotan a pasos agigantados. Mucho me temo que nuestros días aquí están contados.

Las caras de consternación inundan el lugar. Todos sabían que la resistencia en Kanbas sería transitoria, que tarde o temprano se verían obligados a huir con el gran riesgo que ello conllevaba ya que entre nativos e invitados componían un número considerable, y que la opción de resistir en la ciudad dorada hasta el final era una necedad puesto que, de caer los altos cargos Knöts y Manahís allí presentes, sus reinos lo harían tras ellos.

-Todos estamos de acuerdo en que la huída de esta ciudad es inminente –se pronuncia Valerio en nombre de todos-, pero huir, así sin más, atravesando el desierto es también muy arriesgado. Desplazar a tan numeroso grupo por un lugar tan expuesto, provocará que nos cacen como a animales.

Varios de los presentes asienten modestamente.

-No podremos cruzar las puertas sin que nuestros indeseables vecinos se nos echen encima –dice Erol, y varios de los allí presentes dan la razón al viejo general Knöt.

-Mas no podemos quedarnos aquí por más tiempo, señor –opina Ahren, observando la cara reflexiva del rey Taerkan-. No tardarán en echar abajo vuestras puertas y no podremos apelar a que esos seres tengan piedad o clemencia con nosotros.

-Además, Abir caería sin mostrar resistencia si su rey y la mayor parte de su ejército perece aquí –recalca Erol.

-Tampoco podemos permitirnos perder esta ciudad –se pronuncia saliendo de entre las sombras el viejo consejero real-. Sería lamentable permitir que una vez más esta antigua ciudad fuese asediada por los mismos desalmados que la llevaron hasta las ruinas tiempo atrás.

-Es más importante conservar la vida que una ciudad de roca y madera. Nuestros ancestros estarían totalmente de acuerdo con ello –sentencia Taerkan con voz firme.

El monarca se pone en pie y se muestra pensativo durante unos minutos.

-Hay una forma de salir de la ciudad sin levantar las alarmas enemigas, o al menos no hacerlo hasta que estemos lo suficientemente lejos de sus muros –explica Taerkan. Hablar de este tema le incomoda sobradamente, y ante la cara de incredulidad de los presentes, se ve obligado a proseguir -: En un punto de palacio hay una puerta secreta, puerta que da a parar a un largo pasadizo que los Naëttis construyeron para poder salvar la vida su monarca en caso de asedio. Aunque la ciudad acabó muy maltrecha tras la Era de la Expansión, y tras lo que todos sabemos que ocurrió en ella, se encuentra en buenas condiciones a pesar de que no se ha vuelto a usar desde que reconstruimos la ciudad. Recorre subterráneamente la ciudad y se abre a poco más de una legua de las murallas de Kanbas –explica Taerkan, mientras, en el mapa, va señalando por dónde pasaría dicho pasadizo. Detiene su dedo al sur de la ciudad, en dirección al río Bolorma.

-¡Perfecto, así podremos salir de aquí sin ser atacados! –comenta con entusiasmo Valerio-. Podremos ganar unas horas de ventaja.

-El problema, compañero, es que el pasadizo es angosto y no cabrían más de tres personas a lo ancho. Habría que sacar a tanta gente que tardaríamos muchas horas, tantas que nuestro plan de huída podría ser descubierto y podría suceder lo peor.

-Nos encerrarían como a animales, ¡moriríamos de hambre! –lamenta el rey Manahí.

-Por no decir que si nos atacan desde la entrada, seríamos un blanco fácil –reflexiona Ahren en voz alta-. Estaríamos entre la espada y la pared.

-Por esa razón no podríamos irnos todos de la ciudad. Algunos hombres deberán quedarse aquí para contener a las tropas enemigas y así asegurarnos de que no se descubre nuestro plan de huída –expone Taerkan. La rabia al pensar que tendrá que dejar a gente atrás se apodera de su voz; permitirá que hombres buenos se sacrifiquen en pos del bien común.

El silencio inunda la sala.

Todos sopesan la situación, es cuestión de suerte el vivir o el morir. Ninguno levanta la vista de la mesa mientras los minutos pasan lenta y penosamente con gran tensión, hasta que de repente Erol se pronuncia:

-Mi señor, si me permitís, me ofrezco a quedarme y protegeros hasta mi último aliento –pone el puño derecho sobre su pecho, a la altura del corazón, mientras realiza una leve reverencia ante su rey.

Este le asiente, sabedor de que su buen general, y viejo amigo, no dudaría en ofrecerse. Le observa con aire nostálgico, le pone las manos sobre los hombros y dice con un reprimido pesar: -Gracias, amigo mío.
Erol sonríe con orgullo mientras el resto continúan en su mutismo. En ese momento, Audris busca con la mirada a los dos hombres a su cargo que la acompañan en la reunión, ambos se la devuelven y le dan signos de aprobación ya que entienden perfectamente lo que esta les ha pedido con sus cristalinos ojos.

-Yo también ofrezco mi vida a la causa, señor –interrumpe la voz de la capitana Griundel -. Mis hombres y yo nos quedaremos para retener cuanto podamos a esas bestias del averno.

Ahren no da crédito a lo que acaba de suceder y tarda varios segundos en reaccionar.

-Venís de pasar un calvario en Skórgull, no tenéis por qué hacer esto –dice con cierto tono suplicante.

-Precisamente por eso, mi señor, sabemos cómo combatirles. Perdimos todo lo que teníamos, nada nos espera allí. Dejadnos al menos ser útiles a la causa, dejadnos poder elegir morir a nuestro modo y que así nos ganemos la gloria eterna–responde sin titubeos la joven capitana Griundel.


Los edificios más emblemáticos han sido convertidos en refugios para la gran mayoría de asustados civiles que continúan en Kanbas. Allí, varios portavoces de palacio anuncian:

“Se comunica a todos los habitantes de Kanbas que serán evacuados de inmediato a Abir ante el riesgo de una inminente invasión. Se realizarán tandas para que la evacuación sea lo más rápida posible y no haya mayores incidentes. Cada persona cargará con sus pertenencias, por lo que se pide que se lleve sólo lo imprescindible pues la caminata será larga. A cada uno se os entregará un pequeño saco con comida y agua suficientes para varios días. Nuestro señor, el rey Taerkan, os pide que conservéis la calma y os conmina a que hagáis caso a los responsables de la operación para que no haya ningún tipo de problema. Gracias por vuestra atención.”

Además de en los principales refugios, varios emisarios recorren la ciudad para que aquellos que se refugian en sus casas acudan a la evacuación.

La entrada al pasadizo está oculta en la sala del trono real, concretamente se encuentra bajo el pesado trono de madera y oro. Taerkan toma asiento en este, mientras se le comunica el plan al pueblo, y palpa unos pequeños ornamentos en forma de luna situados en el frontal de los reposabrazos. Los gira de tal modo que acaban mirando hacia afuera, cuando originalmente ambas lunas estaban mirándose. Acto seguido, se oye el sonido de unos mecanismos que se ponen en marcha y el sillón se acaba desplazando lentamente hacia detrás abriendo así el paso al túnel.

A pesar de que la operación se realiza por turnos, las colas son largas y las esperas interminables. Aún con todo, el ritmo es constante y, a lo largo de toda la noche, el flujo de gente no cesa. Para cuando los primeros rayos de sol asoman por el horizonte, el último grupo ya casi está cruzando el umbral del túnel.

-Señor, con todos mis respetos, deberíais iros cuanto antes –comenta Erol.

-No me iré de aquí hasta que todos estén a salvo –responde el monarca Knöt.

-Tampoco sería oportuno que arriesguéis vuestra vida de este modo –reflexiona el viejo general-. Perderos no ayudaría a la moral de vuestro pueblo.

-Mi pueblo entenderá que su rey se sacrifique por ellos si fuese necesario. Y dejad de preocuparos, tengo a los mejores protectores aquí mismo –responde una vez más, mientras echa una mirada cómplice a su camarada y este le esboza una agradecida sonrisa.

De pronto, un joven soldado se aproxima a toda velocidad a ambos. Y, antes de abrir la boca, su cara delata lo que viene a comunicarles.


-¡Todos a las armas! –vocifera con firmeza Erol.